El
tristemente célebre
Baltasar Garzón –con nombre de rey mago fracasado y
en estos
momentos ya ex
juez, por
cuanto fue
expulsado de la carrera judicial por el Tribunal Supremo por algo
que jamás debiera hacer un juzgador,
como
es
incurrir
en
prevaricación–, vuelve
a estar de actualidad
una
vez más. Y
es que parece ser que, por
fas o por nefas,
la
obsesión del
personaje
es la de estar
siempre en el candelero, o
en
el candelabro,
–sí, sí,
lo
ha dicho uno bien–, porque, si
por
tal
hemos de entender el
candelero de dos o más brazos
al decir de la RAE, no existe
ninguna razón de ser para
montar
el revuelo que se organizó, cuando
aquella conocida
modelo
largó
la expresión en un programa de televisión; además
de que obiter
dictum
en cualquier diccionario de sinónimos y antónimos ambos términos
están catalogados como similares
o equivalentes.
No
está de más recordar que la
Sala de lo Penal del
Tribunal Supremo, que fue
la que juzgó
al
entonces magistrado titular del Juzgado de Instrucción Central
número 5 de la Audiencia Nacional, no
lo condenó por hacer
una interpretación
errónea de la ley, –por
dicha causa no
se condena nunca a un juez, todo
lo más se revocan o se dejan sin efecto sus fallos–,
sino por dictar
una resolución injusta a sabiendas, un acto arbitrario carente de
razón; si la misión de
dicho profesional del
Derecho es juzgar
y hacer juzgar lo juzgado
(art. 117.3 CE y art. 2.1
LOPJ), hacerlo a su antojo y
conveniencia no es de recibo en un estado democrático actual y
moderno.
La
sentencia
de
9/02/2012,
tomada por unanimidad
por los siete
magistrados componentes del
Tribunal, en
su fundamento de derecho decimosegundo arremetió
con dureza contra
el ex juez,
acusándolo de
laminar derechos
–recordemos
que el verbo empleado significa
nada
menos que
aplastar
o machacar– y
de aplicarle frases tan
demoledoras
como la
de colocar
a todo el proceso penal español al nivel de sistemas políticos y
procesales característicos de tiempos ya superados, admitiendo
prácticas que en los tiempos actuales solo se encuentran en los
regímenes totalitarios en los que todo se considera válido para
obtener la información que interesa, prescindiendo de las mínimas
garantías efectivas para los ciudadanos y convirtiendo de esta forma
las previsiones constitucionales y legales sobre el particular en
meras proclamaciones vacías de contenido.
Y
ahora,
según
noticia dada a conocer por algunos
medios
de comunicación, –motivo
que ha dado pie a un servidor a pergeñar este comentario–, la
Sala
Tercera del Tribunal Supremo ha desestimado el recurso que
interpuso
en su momento el
ínclito
Baltasar
Garzón, junto
con
dos
abogados más,
por cuanto entendía que
el
Gobierno había vulnerado sus derechos al optar por el silencio
administrativo –otros
medios hablan de que
la solicitud
fue
denegada
por el Gobierno, pero
esto es lo
de
menos–,
ante
su petición de que los restos
del
general Francisco
Franco
y de
José
Antonio
Primo de Rivera sean
traslados
desde el
Valle de los Caídos a
otro lugar.
Y
parece ser que el
Alto
Tribunal, sin entrar en otras cuestiones de
fondo,
ha concluido que el Gobierno no
vulneró el derecho de petición del ex magistrado,
de
quien es conocida
su monomanía
por
meterse
en berenjenales, no
ahora que posiblemente no tenga
otra
cosa mejor que hacer, sino cuando tenía
a su cargo un importante juzgado en la Audiencia Nacional, razón por
la cual
fue tildado por algunos de no atenderlo debidamente, que
de hecho no tenía
nada de extraño, si su
afán era enfrascarse
en
otros problemas
judiciales
menos domésticos,
como
el
del caso Guantánamo, la dictadura militar argentina o
la caravana de la muerte (Chile),
respecto
al cual ordenó la detención en Londres de Augusto
Pinochet,
sobre
el que
este comentarista ya
anticipó,
como
así fue, que
no lo llevaría a ninguna parte.
El
propio Baltasar Garzón ya ha anunciado que interpondrá recurso de
amparo ante
el TC y,
si
ha lugar, demanda
ante el TEDH. Pero,
haciendo abstracción de esto
último, las
violaciones de los derechos y libertades susceptibles de amparo
constitucional son los reconocidos
en los artículos 14 a 29 de la
Constitución, así como el
de objeción de conciencia del art. 30 (art. 53.2 CE y
art. 41.1 LOTC), es
decir, el derecho de igualdad
ante la ley
(art.
14), a
la integridad física y moral
(art.
15), a
la libertad
ideológica y religiosa
(art.
16), a
la libertad
personal
(art.
17), al
honor, a la intimidad y a la protección de datos
(art.
18), a
la libertad
de residencia y circulación
(art.
19), a la libertad
de expresión
(art.
20), al
de reunión
y de manifestación
(art.
21),
al
de asociación
(art.
22), al
de participación
política
(art.
23), al
de
la tutela judicial efectiva
(art.
24), al
principio
de legalidad
(art.
25), a
la prohibición
de los tribunales de honor
(art.
26), a
la educación y libertad de enseñanza
(art.
27), a
la libertad
sindical y derecho a la huelga
(art.
28) o
al derecho
de petición
(art.
29), ninguno
de los cuales da
la impresión de que
encaje
en principio en
el
recurso de amparo, –la
demanda, como
se ha dicho, ha sido desestimada–, cuyo objeto es que el
Gobierno reconvierta
el
Valle de los Caídos en un espacio
de memoria
y
de que pida
perdón
a las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura. Por
cierto, en el colmo del dislate, dicen
que don
Baltasar y sus
adláteres
alegaban
también
en
su demanda que
el
Arzobispado de Madrid está vulnerando los cánones eclesiásticos
que expresamente señalan que no deben enterrarse cadáveres en las
iglesias a no ser que se trate del Papa, arzobispos o meritorios.
Pues
muy bien.
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