Según ha
podido leer un servidor en los medios de comunicación, un
trabajador de
una empresa de ingeniería de Newark, ciudad ubicada en el
condado de Essex del estado de Nueva Jersey 
(Estados Unidos), ha
sido detenido por reconocer que durante los últimos cuatro años ha
estado  
eyaculando en el café de su jefa.
La noticia añade que
fue el propio empleado el que desveló su deleznable costumbre,
después de una fuerte discusión con su superior y presidenta de la
compañía, concluyendo
la reseña que, 
tras ser detenido nada más confesar, ahora se enfrenta a una pena de
1070 años de cárcel por 860 delitos de abuso sexual.
  A la vista
del texto transcrito acaso  alguien pueda  pensar que la expresión
su superior, tratándose de una mujer, como en la presente
situación, es del todo punto incorrecta. Sin embargo uno lamentaría
defraudar a quien opinara de esa forma, por cuanto ciertamente no es
así. En efecto, si nos vamos a la correspondiente entrada del
diccionario de la RAE (con el que uno es bastante escrupuloso, como
bien sabe  quien lo conoce), vemos que en ella se dice en su acepción
6 que  en masculino  es la persona que tiene a
otras a su cargo o bajo su dirección,  aun cuando es
cierto que en la número 7, tanto para el masculino
como el femenino,
 se
habla de que  es la persona que
manda, gobierna o dirige una congregación o comunidad,
principalmente religiosa, matizando que la forma
superiora solo es usada en la acepción 7, que
lógicamente no es el caso. 
 Pero en
esta ocasión un servidor  quiere fijar su atención en otro de los
aspectos bajo el que también gusta abordar sus comentarios,
cual es el de la óptica jurídica; en concreto la tipificación de
los supuestos delitos de abusos sexuales que se le imputan al
interfecto, (no olvidemos que no
es lo mismo imputar que
procesar, acusar o condenar, pues
 en multitud
de ocasiones se confunden), haciendo abstracción del
detalle, en modo alguno baladí,  de que fuera detenido nada más
confesar los hechos, porque en nuestro país no es infrecuente
comprobar que en  la mayoría de conductas  o acciones presuntamente
delictivas, da igual del tipo que sean, los fiscales no actúan ni
a empujones.
 Obviamente
el comentarista, al no conocer la legislación norteamericana, no
está en condiciones de asegurar que el supuesto delito al que se ha
hecho referencia  no pueda ser el adecuado en EE.UU.,  pero no lo
tiene tan claro de que aquí en España lo fuera.  Baste para ello
con echar una ojeada, u hojeada, a nuestra legislación penal,
evolución legislativa incluida. 
 En
efecto, hasta el Código penal de 1995, que es el que actualmente
continúa  en vigor, no se contemplaba el delito de
abusos sexuales,
pudiéndose decir que el de 1973 supuso una especie de avanzadilla,
 por aproximación, con el de abusos
deshonestos, ya
que en su art.  430  
tipificaba como punible  la conducta del
que abusare deshonestamente de persona de uno u otro sexo,
pero sin ir más allá ni  ser más explícito al respecto. Fue dicho
 Código de 1995 el que instituyó la citada figura delictiva, bien
es verdad  que en 
su redacción primigenia se introdujo
 posteriormente
una pequeña variación
por  la Ley Orgánica 11/1999,
de modificación
del Título VIII
del Libro II del Código Penal,
ya que 
en 
la expresión libertad
sexual se
intercaló 
la de o
indemnidad,
 cuya
innovación
vino a significar de
hecho como la célebre
frase del poeta
latino Horacio  al
comentar  la conocida
fábula de Esopo
(“parturient
montes, nascetur ridiculus mus”),
es decir, poco
menos que nada. 
No
en balde para
algún
prestigioso
penalista
el
Capítulo
II del Título VIII del Libro II,
que
es el que trata el tema de los
abusos sexuales,
es uno
de los menos
afortunados
del Código penal. 
 
 Hay
que partir de la premisa de que en el caso comentado
no puede
ponerse
en tela de juicio que
 la acción del autor no
fuera acompañada 
del 
animus dolendi
y del
animus
laedendi,
aunque este tan solo fuera
de índole moral; pero uno
tiene
 más que razonables dudas para pensar que en
España tal
proceder,
a
todas luces soez
y reprobable
en extremo, encaje en el tipo del injusto señalado.
Sí, porque el
art.
181.1 de
nuestro
Código punitivo, cuya
redacción no es un dechado de perfección precisamente, considera
como responsable
de abuso sexual, sancionándolo
con la correspondiente pena,
al
que, sin violencia o intimidación y sin que medie consentimiento,
realizare
actos que atenten contra la libertad o indemnidad sexual de otra
persona.
Por
lo tanto, en
la situación de
referencia 
es
harto discutible que una
persona pudiera
ser
condenada por
esa vituperable
acción 
como
responsable de un
delito de
abuso
sexual,
lo
cual no
quiere
decir que no debiera
imponérsele
algún
tipo de sanción,
siquiera sea
por gorrino
y guarrindongo.
Y es
que el término indemnidad
 no es clarificador en absoluto, dado
que el diccionario de
la RAE (aun a riesgo de pecar de tozudo, no cabe más remedio  que
acudir de nuevo a él, habida cuenta de que la norma no lo
concretiza)  define el concepto como estado
o situación de indemne,
es decir, libre o
exento de daño.
Ergo,
en opinión de un servidor, resulta
difícil entender la
 indemnidad como
un  derecho de la
persona  contra el que se pueda atentar, como sucede con la
libertad, sino que
es más bien el
resultado en que  queda
la persona
tras una situación de
peligro o intento de
daño  sufridos.
Como ha  matizado un
prestigioso exegeta, la
indemnidad es el derecho de toda persona al ejercicio legítimo de
sus derechos, lo
cual evidentemente parece más acertado y coherente desde el punto de
vista jurídico.  Obsérvese para mayor inri  que en el
precepto citado del C.p. el
adjetivo sexual
no se predica del sustantivo libertad,
que en cambio sí se aplica a indemnidad.
 Con
ello la
cosa incluso se complica, puesto
que
 el
DPD
señala 
que, cuando
un adjetivo califica a dos o más sustantivos coordinados y va
pospuesto a ellos, lo más recomendable es que el adjetivo vaya en
plural; si concordase solo con el último de los
sustantivos, se generarían casos de ambigüedad, pues podría
interpretarse que el adjetivo únicamente se refiere al más cercano.
(Y cita el ejemplo
“vestida con traje y
mantilla blanca”, preguntándose
seguidamente
“si
el traje y la
mantilla son blancos, o solo es blanca la mantilla”).
En la hipótesis concreta, pues, ¿estamos
hablando de
libertad sexual
o de libertad a
secas? Porque
la anfibología es evidente; y
podríamos habernos
ahorrado la  polémica si se legislara algo
mejor,
pues cada
vez se hace peor lamentablemente,
quizás por la razón
de que en nuestra clase política brilla por su ausencia la
aristocracia en el
sentido que la
entendía Platón.
 
Pero
es que, como
colofón, el
art. 191.1  del repetido Código penal establece  que para
proceder por los delitos de agresiones, acoso o abusos sexuales, será
precisa denuncia de la persona agraviada, de su representante legal o
querella del Ministerio Fiscal;
y uno sigue teniendo sus dudas de que en nuestro país, cual
se
expuso anteriormente, la fiscalía en
un supuesto semejante actuara
motu
proprio
o de
oficio.  
  
Pues eso.  
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