El
4 de julio de 2018 apareció publicada en el BOE la Ley 6/2018,
de 3 de julio, de
Presupuestos Generales del Estado
para ese mismo año,
que, según su
disposición final
cuadragésima sexta,
debían entrar en
vigor al día siguiente
de su publicación en dicho
diario oficial.
Evidentemente uno
no va a presumir de haberse leído sus 734 páginas (en las que se
incluyen 131 artículos, aparte de 177 disposiciones adicionales, 8
disposiciones transitorias, 4 disposiciones derogatorias y 146
disposiciones finales), porque faltaría a la verdad. Y, claro, duda
mucho que hayan hecho lo propio los parlamentarios que con su voto
han contribuido a que aquellos salgan adelante (con bastante retraso,
como se ve, por motivos políticos de sobra conocidos y que no hacen
al caso reseñar ahora), o los que han realizado alguna enmienda
total o parcial a los mismos; y, cómo no, duda todavía
más de
que unos y
otros (tanto los
primeros como los segundos)
se hayan empapado
del vasto contenido
de lo que han aprobado.
En
todo caso, la intención de un servidor con el presente comentario es
la de hacer referencia a la revalorización de las pensiones, por
considerar que esta es una cuestión de enorme interés por cuanto
lógicamente afecta al
bolsillo de un
colectivo tan importante como el de los pensionistas, por otra parte
quizás el más desfavorecido de la población. Y es que uno tiene la
impresión de que en este caso ha
habido mucho
ruido y
pocas nueces.
Antes,
como
cuestión previa, el comentarista quiere
hacer alusión una
vez más al
modo de legislar que tenemos en nuestro país, por
ser este
desde
hace
mucho
tiempo un
tanto sui
generis
y bastante
peculiar.
En
tal sentido uno entiende que
no es de
recibo, por
ejemplo,
que las disposiciones adicionales
y
finales
de
la citada
Ley
sumen
en número, incluso
de
forma aislada, más que
el
cuerpo del
propio
articulado
en sí; o que las
últimas se
dediquen prácticamente casi
todas
ellas
a
modificar otras tantas leyes, algunas incluso de carácter orgánico
(como
es
el caso
de la Ley del Poder Judicial), haciendo
abstracción de las
referidas a las
leyes de
presupuestos de ejercicios
que ya
fenecieron,
cuales
las
de los años 2012, 2014 o 2016, que
parece tiene poco sentido.
Desde
luego,
un servidor discrepa
que
el
sistema
utilizado
sea
del todo correcto, por ser ciertamente
muy
discutible desde el punto de vista legal que
pueda modificarse
una
ley orgánica mediante una ley ordinaria, pues la de los Presupuestos
Generales del Estado sin
duda tiene este
postrer carácter;
pero no porque lo diga uno, sino porque lo dice la Constitución.
No
podemos olvidar que para la
aprobación, modificación o derogación de las leyes orgánicas
se
requieren determinados requisitos, no solo respecto a las materias,
(entre
ellas las
relativas
al desarrollo de los derechos fundamentales y de la libertades
públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen
electoral
general
y las demás previstas en la Constitución,
una de la cuales precisamente es aquella
a la que se ha hecho referencia
con
anterioridad),
sino
en cuanto a ciertos aspectos formales sobre la votación, para
la que se exige mayoría
absoluta sobre el conjunto del proyecto (art. 81 C.E). Pero
es que, además, dicho
tema es
una
cuestión
sobre la
que el Consejo de Estado (supremo
órgano
consultivo del Gobierno de
España,
según el art. 107 de la propia
Constitución)
ya tuvo ocasión de pronunciarse con motivo de la pretendida
modificación de la Ley
Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de
salud sexual y reproductiva y de la interrupción del embarazo,
que
intentó promover
el entonces
ministro
de Justicia Ruiz Gallardón (la conocida como ley del aborto), con
cuyo
método
aquel
organismo
mostró
su desacuerdo recordando
que
una
ley ordinaria no puede modificar una ley orgánica;
y, si bien es verdad que el
dictamen de
la
citada Institución
no
era
vinculante,
lo
normal es que su parecer fuera
tenido
en consideración,
como
así fue.
Conviene
precisar que
el
Ejecutivo del
Partido Popular había
planteado prohibir a
través de una ley ordinaria el
aborto de las menores sin la autorización de sus padres,
que,
dicho sea de paso, había sido aprobado
mediante
ley orgánica por
el
gobierno de Rodríguez
Zapatero.
Al
final dicha modificación se
llevó a cabo efectivamente
a través
de una nueva
ley
orgánica, concretamente la Ley 11/2015, de 21 de setiembre,
denominada
para
reforzar la protección de las menores y mujeres con capacidad
modificada judicialmente
en la interrupción
voluntaria del embarazo, digna
en todo caso
de ser
destacada,
no solo por su curioso y
prolijo
título,
sino por
su escuálido contenido. Porque
dicha
ley, tras
una
exposición
de motivos
más o menos extensa,
consta únicamente
de
dos artículos, el
primero de los cuales
tan solo dice que
se suprime el apartado cuatro del artículo
13, que queda sin contenido
y
que, en
síntesis, venía a decir que en
el caso de las mujeres de 16 y 17 años, el consentimiento para la
interrupción voluntaria del embarazo les corresponde exclusivamente
a ellas de acuerdo con el régimen general aplicable a la mujeres
mayores de edad,
que
sin
duda
¡manda
huevos!,
cual
diría algún
que otro político
(1);
y el segundo lo que hace es modificar el apartado 5 del
art. 9 de la Ley 41/2002 de 14 de noviembre, básica
reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones
en materia de información y documentación clínica,
que, más
que
como
título, quedaría
casi
mejor
como
argumento para una novela médico-científica.
Por
cierto, que para terminarlo de arreglar, la disposición
final primera (porque
tiene otra más dedicada al
ámbito territorial de la ley)
en el colmo del dislate dice que el
artículo segundo tiene carácter de ley ordinaria.
¿Se
puede, pues, decir algo
de
peor
manera
en
menos espacio?
(1)
Se
la oyó decir a Federico Trillo, siendo presidente
del Congreso
de Diputados, pero su
acuñación se atribuye a Fernando
Joaquín Fajardo, marqués de Vélez, alter
ego
del monarca Carlos
II el
Hechizado.
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