Dentro
de las normas procesales españolas la más añeja de
todas sin duda alguna
es curiosamente
la del
orden penal, pues la todavía
llamada, de
forma no muy afortunada en
opinión del comentarista,
Ley de Enjuiciamiento
Criminal es
decimonónica (y nunca mejor dicho, porque data
de finales del siglo XIX, cosa que a estas alturas casi sonroja
decirlo), ya que fue aprobada concretamente
mediante un Real
Decreto de 14 de setiembre de 1882, lo cual ciertamente contrasta
con las fechas de
las de los
demás ordenes jurisdiccionales, por cuanto la del orden civil
(denominada también con el mismo nombre genérico que aquella, o
sea, de Enjuiciamiento Civil) es del año 2000 (1),
la del orden contencioso administrativo (esta llamada de la
Jurisdicción) es
de 1998 (2)
y la del orden social o laboral (también denominada, como
la anterior, de la
Jurisdicción), que es la más reciente, está vigente desde el año
2011 (3).
Pero lo que pretende
transmitir un
servidor con el
presente comentario es
que en la primera de las leyes citadas
concurre un curioso
batiburrillo terminológico para referirse
a las
personas
que podrían
haber cometido un
delito, entre
cuyas
denominaciones actualmente
se hace referencia,
junto a otras, a
las de investigados
(antes
imputados),
encausados (hasta
hace poco
acusados),
procesados,
condenados
y
reos.
En
todo caso, para
entender el
variopinto
nomenclátor
de
los
términos
antes expresados conviene
tener claro que el proceso penal se divide en tres etapas
o periodos:
1) la
fase de instrucción,
cuyo objeto es el de investigar
el delito y que se
inicia con la presentación
de la denuncia o la querella; 2)
la fase
intermedia, con la que se conoce
la fase de preparación del juicio oral, pero
que no deja de ser una parte (la final) de la misma instrucción, ya
que incluso el auto de apertura de aquel lo dicta el propio juez de
instrucción; y
3) el
juicio oral, que es el
acto del juicio
propiamente dicho, en el que
se practican
las
pruebas,
las partes presentan sus conclusiones y el procedimiento queda listo
para sentencia, desarrollándose
ante el tribunal
competente para el enjuiciamiento, que normalmente
es un órgano distinto
al que ha instruido la causa. Es decir,
una persona investigada (que hasta la L.O. 13/2015 se
denominaba imputada) es aquella contra la que se
dirige la instrucción, esto es, alguien contra quien se admite a
trámite una denuncia o querella, por lo que también se la suele
llamar denunciada o querellada
respectivamente; en resumen un individuo (o individua porque,
aunque suene un tanto raro, el término está admitido por la RAE)
que de momento tan solo es sospechoso (o
sospechosa). Como encausado (o
encausada) se denomina a esa misma persona desde el momento en
que, tras el escrito de acusación (de ahí que hasta la reforma de
la Ley de Enjuiciamiento Criminal operada por la L.O. 13/2015 se le
denominara acusado, o
en su caso acusada) se le imputa
formalmente su participación en un hecho delictivo específico. Por
su parte, cuando del escrito de acusación resultare algún indicio
racional de criminalidad contra la persona contra la que se dirige el
proceso (aún en fase de instrucción, pero siempre que se trate de
un procedimiento ordinario, denominado sumario, ya que en el
abreviado no existe auto de procesamiento), aquella pasa a conocerse
como procesada; o sea, que dentro de la fase de
instrucción podemos hablar de investigado o procesado (o
investigada o procesada),
según nos encontremos en el momento anterior o posterior al auto de
procesamiento, en definitiva del auto de apertura del juicio oral. Y
un condenado (o
condenada) es la persona desde el instante en que se dicta
contra ella una sentencia condenatoria, pasándose a denominar reo
(o rea, porque también es un vocablo correcto) cuando ya está
cumpliendo condena.
En el
Preámbulo de la L.O. 13/2015 (última modificación realizada en
la Ley de Enjuiciamiento Criminal) se dice que el 2 de marzo de 2012
el Consejo de Ministros acordó una reforma de la más que centenaria
Ley, (para nada se habla y, por ende, ni se vislumbra ni se espera
una norma nueva, como ya sería necesario y no solo oportuno o
conveniente), actualmente sometida a información pública y debate
(todavía, y han pasado ya más de seis años). En suma, que la
postrera modificación, como las anteriores que se han ido haciendo
a dicha Ley, ha sido una vez más un débil intento de querer ir
poniéndole parches para salir del paso; o, dicho de otro modo, un
claro ejemplo de lo que no debe ser una reforma que se precie.
Porque, en efecto, excepción hecha de los preceptos 118 y 520 (4)
con alguno más, el aspecto sin duda a reseñar fue la sustitución
de términos que se recoge en su artículo veintiuno y que
concretamente son: 1) que en los artículos 120, 309 bis, 760, 771,
775, 779, 797 y 798 el sustantivo imputado se sustituye por
investigado, en singular o plural según corresponda; 2) que
en los artículos 325, 502, 503, 504, 505, 507, 508, 511, 529, 530,
539, 544 ter, 764, 765, 766 y 773 el sustantivo imputado se
sustituye por investigado o encausado, en singular o
plural según corresponda; 3) que en el artículo 141 la expresión
imputados o procesados se sustituye por investigados
o encausados; 4) que en los artículos 762, 780 y 784
el sustantivo imputado se sustituye por encausado, en
singular o plural según corresponda; y 5) que en los artículos 503
y 797 el adjetivo imputada se sustituye por investigada.
Pues ¡muy bien!
(Continuará)
(1)
La Ley originaria era de
1881, algunos de cuyos
preceptos incomprensiblemente
permanecen vigentes. (2)
La Ley anterior era de
1956.
. (3)
Anteriormente existió un Texto Refundido de 1995.
. (4)
En ambos sí se
establece el derecho a no declarar, que, en
contra lo que suele
decirse hasta
por juristas de postín,
no está recogido en la Constitución.
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