viernes, 20 de mayo de 2011

Sobre la pena de muerte. A propósito de Bin Laden

Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. Jehová me lo dio y Jehová me lo quitó; bendito sea el santo nombre de Jehová. Sirvan estas palabras pronunciadas por el santo Job, como popularmente suele llamársele-, cuando fue desposeído por Dios de todos sus bienes para probarlo según la Biblia (Job 1.21), en apoyo de la tesis a la que uno se adhiere de que ningún ser humano está facultado para causar la muerte a un semejante. Si el hombre no tiene poder para dar la vida, tampoco lo tiene para quitarla. Carece de sentido que modernamente nos afanemos tanto por la protección y defensa de los derechos humano, cuando el derecho humano por excelencia, el de la vida, -pues sin ésta todos los demás no sirven para nada-, lo relegamos al olvido.
Que la pena de muerte ha existido, que se sepa, desde el comienzo de la historia es evidente, como evidente es también que por fortuna ha sido abolida ya de la mayoría de los países, de los que sorprendentemente hay que exceptuar a los EE.UU. de América, -en verdad no todos, aun cuando en 34 de los 50 Estados que lo componen de una u otra forma se mantiene su vigencia-, donde para mayor sarcasmo con el tiempo se introdujeron la silla eléctrica y la cámara de gas como métodos de ejecución más humanitarios que la horca, desplazados en la actualidad en favor de la inyección letal, criticada hoy por demasiado dolorosa, como si la pena de muerte ya de por sí no lo fuera.
Es curioso, por cierto, que la llamada pena capital, -establecida exclusivamente para el crimen de intento de asesinato al Papa-, fue legal en el Estado Vaticano entre los años l929 y 1969, si bien parece ser que nunca se llevó a efecto en realidad, siendo finalmente en ese último año cuando el pontífice Pablo VI derogó el estatuto relativo a dicha pena de los derechos fundamentales de la Ciudad del Vaticano, cuatro años antes de que finalizara el Concilio Vaticano Segundo.
¿Y cuál es realmente la situación hoy en España? Pues en nuestro país, a pesar de cuanto pueda decirse o creerse, la pena de muerte no está abolida del todo. En efecto, es verdad que la Ley Orgánica 11/1995, de 27 de noviembre, suprimió del Código de Justicia Militar cualquier referencia a la palabra muerte y que dicha pena desapareció como tal del Código Penal a través de otra Ley Orgánica, la núm. 8/1983 de 25 de junio; pero no es menos cierto que el art. 15 de la Constitución sigue diciendo TODAVÍA que queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra (sic). (De hecho algunas organizaciones como Amnistía Internacional consideran, no sin razón, que se debería suprimir aquella referencia en la Constitución Española porque no constituye una reprobación absoluta de la pena de muerte y posibilita su restablecimiento legal, aunque sea en condiciones excepcionales). Y es que, si está claro que las leyes pueden cambiarse o modificarse ad nutum o ad libitum de acuerdo con el Partido que en un momento determinado detente el poder, no existe inconveniente legal alguno para admitir que la pena capital, aun siendo una auténtica aberración, pueda restablecerse en cualquier momento, lo cual nos tiene que llevar a la conclusión de que en España no se legisla mal sino que se legisla peor. No olvidemos que, en tanto una ley orgánica requiere para su aprobación la mayoría absoluta del Congreso, para la modificación de la Constitución se precisa una mayoría de los tres quintos de cada una de las Cámara; (artículos 81.2 y 167.1 CE respectivamente); por tanto, las dos leyes antes citadas, por muy orgánicas que sean, de ninguna de las maneras han podido suponer de facto la derogación tácita de nuestra Norma Fundamental en tal sentido.
Ejecutar a un ser humano, sea condenado o no por un tribunal, no deja de ser un asesinato cometido por parte del Estado que la lleva a cabo, según el criterio de un servidor, por mucho que la pena de muerte esté establecida en la legislación bajo cuyo amparo se realice aquélla; más aún si ésta se lleva a cabo sin ninguna garantía y sin un mínimo procedimiento, cual en el caso de Bin Laden, no obstante se nos haya querido hacer ver por el Presidente del País más poderoso del planeta que su ejecución, -sí su ejecución, a pesar de que aquél fuera un reconocido asesino-, ha sido llevada a cabo so pretexto de una pretendida legalidad o justicia, a la que probablemente mejor habría que catalogar como venganza. Y que el Sr. Obama para mayor inri esté en posesión del Premio Nobel de la Paz . . ., eso ya clama al cielo. Obviamente es mi opinión personal.