Un servidor reconoce que
no está en condiciones de establecer la diferencia conceptual
entre el refrán, el dicho o el proverbio, puesto que por el primero
se entiende, siempre según el Diccionario de la RAE, el dicho
agudo y sentencioso de uso común, del segundo dice que es la
ocurrencia chistosa y oportuna, —obviamente
en su acepción más apropiada al caso, por cuanto admite
otras totalmente distintas—,
mientras que el tercero lo define como sentencia, adagio o
refrán. Y, por lo que respecta a los términos sentencia
y adagio que inserta en la definición postrera, —la
de refrán ya ha sido transcrita—, uno no se va a meter
en más berenjenales, para no
enredar más el asunto, habida cuenta de que por aquélla se entiende
el dicho grave y sucinto que encierra doctrina o
moralidad; y, por éste, la sentencia breve, comúnmente
recibida, y, la mayoría de las veces, moral.
En
todo caso, yendo al grano de la cuestión que aquí y ahora
interesa, resulta que el hombre propone y Dios dispone, por
supuesto exagerando un mucho la nota, ya que la frase,
—tomada, al parecer, de
la obra imitación de Cristo del canónigo agustino alemán
Thomas van Kempen—,
viene a expresar el sentido de la existencia, según el cual
nuestros propósitos dependen de la voluntad divina, que no es el
caso; ni tampoco, claro está, al sentido que le diera Catón el
Viejo a la expresión los hombres de Roma gobernamos el
mundo, pero las mujeres nos gobiernan a nosotros, que dio génesis
a otra variante del refrán, dicho o proverbio el hombre propone y
la mujer dispone. Vaya esto como
excusa a la promesa incumplida de haberse tomado uno un descanso.
Por
seguir con los refranes, —dichos,
adagios, sentencias o proverbios—,
uno es genio y figura hasta la sepultura,
pues el talante individual, sea el que fuere, se mantiene
inalterable desde el primer llanto hasta el último suspiro,
por no decir también que yo soy yo y mi circunstancia y,
si no la salvo a ella, no me salvo yo, que
diría el gran Ortega y Gasset, —exponente
principal de la teoría del perspectivismo, o doctrina según la
cual la realidad solo puede ser interpretada desde un punto de vista
o perspectiva—,
porque para más inri
a un servidor le han dado de nuevo donde casi más le
duele, esto es, el mal uso del
lenguaje, aunque en la presente situación se trate del latín.
Viene a cuento tan
prolijo prolegómeno como consecuencia de una esquela ciertamente
ya añeja, —puesto que
la persona a la que hacía referencia la misma, falleció en el
año 1994—, pero que ha
llegado a conocimiento de un servidor hace muy escasas fechas. En
dicha esquela, relativa al primer aniversario de la muerte del
personaje, muy conocido en el ambiente de la set jet marbellí,
se invitaba a su familia y a sus amigos que lo quisieron a la
celebración de una misa en la parroquia de la Encarnación de
Marbella. Mas lo noticiable no es en sí el contenido de la
invitación al funeral, sino el texto latino que figuraba debajo de
su nombre y título nobiliario, que rezaba —nunca
mejor dicho en este caso el verbo empleado y ad pedem
litterae, para no desentonar con el motivo del presente
comentario— lux
perpetuam luce ad dei, que se supone debe ser una
versión sui generis de lux perpetua luceat ei
tomado del introito requiem aeternam de la misa de difuntos,
pero que se parece bien poco y cuya literalidad a uno se le antoja de
imposible traducción evidentemente.
. Para el comentarista
es poco comprensible que la aportación del latín haya dejado de ser
imprescindible en el estudio de las Humanidades, no solo porque es
el origen de la mayoría de las lenguas romances europeas, entre
ellas los idiomas hablados en España, llámense castellano,
asturleonés, gallego o aragonés, —sin
excluir el catalán y el resto de variedades dialectales, caso del
valenciano, balear o andaluz—,
sino porque, además, en opinión de uno el latín, al igual que las
matemáticas, ayuda al estudiante a discurrir. En todo caso, desde
luego, si las frases latinas no se saben utilizar de forma
conveniente, es preferible no hacerlo porque, en vez de revelar una
cierta dosis de preparación y de elevada cultura, producen el efecto
contrario. Pero, claro, si un articulista periodístico defendió
hace tiempo frente a un servidor, con el que uno tuvo un rifirrafe
dialéctico, el empleo de urbi et orbe —a
mayor abundamiento, en su forma correcta se recoge como frase
hecha en el Diccionario de la RAE—
con el escuálido argumento de que así lo usaba Pío Baroja,
—lo cual tan solo demostraría,
aunque es bastante dudoso fuera así, que no sabía latín—,
apañados estamos.