domingo, 29 de enero de 2017

Y AHORA EL LENGUAJE JURÍDICO

  La noticia de que la RAE ha publicado un libro de estilo para acabar con la escritura farragosa de jueces y abogados ha colmado de satisfacción a un servidor, pues uno no tiene reparo alguno en confesarse un profundo enamorado del bien hablar y del bien decir, que de forma lamentable está viniendo a menos en esta época actual, incluso en el lenguaje culto.
 
  Y  es que el problema del lenguaje jurídico es más común de lo que se piensa. La escritura nada clara y hasta poco académica de los hombres de leyes –no podemos obviar que el juez, antes que versado en Derecho al igual que el abogado, es letrado (del latín litteratus), es decir, persona sabia, docta e instruida– ha llevado al eminente jurista y catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense, D. Santiago Muñoz Machado, –secretario también de la Real Academia Española y miembro de la de Ciencias Morales y Política--, a dirigir la elaboración del Libro de estilo de la Justicia, una especie de manual concebido con el fin de intentar corregir los malos usos y errores corrientes en la organización de los párrafos, la utilización del género y el número, los latinismos o el régimen de las concordancias, a la vez que para alertar sobre anacolutos o errores de construcción, sin olvidar los problemas semánticos, de significado y sentido, o recordando las reglas de acentuación gráfica, las concernientes a la unión y separación de palabras, o el uso de la puntuación y de las mayúsculas. 
 
  A pesar de su edad, uno no sabría precisar en concreto, aquí y ahora, si el término secretario perteneció en algún momento al género común, en el que ya se sabe se incluyen aquellas palabras que con la misma terminación y distinto artículo designan los dos sexos, casos de “el testigo y la testigo” o “el mártir y la mártir; sí es significativo que en alguna antigua edición del diccionario de la RAE se definiera la voz secretaria como la mujer del secretario o la mujer que hace de secretario. Pero de lo que no cabe duda es que, al menos, desde la XXII edición de dicho diccionario se considera que la persona que se encarga de las labores propias de una secretaría, sea esta pública o privada, puede ser tanto un secretario como una secretaria. Por ello, un servidor no puede hacer abstracción en el presente comentario de que no hace demasiado tiempo alguna secretaria judicial, –antes de la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, porque a partir de la Ley Orgánica 7/2015 los secretarios judiciales pasaron a denominarse Letrados de la Administración de Justicia–, se autollamaba a sí misma en sus escritos como la secretario, cosa nada de extrañar por otra parte, ya que más de una fémina que ejerce la medicina se sigue catalogando como la médico, de forma incomprensible obviamente pues es de sobra conocido que la palabra médica ya no es ningún palabro. Y ya se sabe lo de la concordancia, esto es, la coincidencia obligada de determinados accidentes gramaticales (género, número y persona) entre distintos elementos variables de la oración; algo que no es cosa de uno, que es cosa de la RAE. 
 
  Y, a propósito de lenguaje jurídico, en este muchas veces el discurso se reduce al abuso de párrafos reiterativos y al empleo de frases estereotipadas, que en la práctica no vienen a decir nada. Así, por ejemplo, no es inusual que en las contestaciones a una demanda en los procesos contencioso- administrativos, –extremo este sobre el que el comentarista puede decir algo– los abogados del Estado se limitan a argumentar en cuanto a los hechos, –¡toma ya!– que se niegan los articulados de contrario en tanto no resulten indubitadamente del expediente administrativo o sean cumplidamente acreditados durante el periodo probatorio, si lo hubiera; o, respecto a los fundamentos de derecho, que se dan por reproducidos, a fin de evitar reiteraciones innecesarias, los acertados términos de la resolución impugnada. Y esa práctica, que ya constituía una norma habitual por parte de la Abogacía del Estado antes de que estuviera en su apogeo el sistema de cortar y pegar de los ordenadores, porque la Informática aún no había hecho su aparición en las oficinas y despachos judiciales, da lugar indefectiblemente a innumerables errores de datos y fechas, que sin duda alguna va en detrimento de la Administración de Justicia.

 Pues, si el libro del sr. Muñoz Machado sirve para algo, bienvenido sea porque probablemente saldremos ganando todos, no solo los jueces, sino también los justiciables.


sábado, 28 de enero de 2017

HABLEMOS DEL ANTIGUO PARTICIPIO DE PRESENTE

A uno le enseñaron en la escuela –evidentemente hace ya bastantes años– que las formas no personales del verbo eran el infinitivo, el gerundio y el participio (amar/ temer/ partir, amando/ temiendo/ partiendo y amado/ temido/ partido, respectivamente, según se tratara de los modelos de la 1ª, 2ª o 3ª conjugación). Y en las consabidas tablas de esas conjugaciones, en las que se reflejaban todos los tiempos (algunos tan olvidados en el lenguaje habitual e incluso culto, como el pretérito anterior o el futuro de subjuntivo, casos de hube amado/ hube temido/ hube partido o amare/temiere/ partiere), nada se solía decir, ni tampoco se dice ahora, del antiguo participio de presente, aunque es verdad que en el diccionario aparece su definición como forma verbal procedente del participio de presente latino, con terminación “nte”, que en español se ha integrado casi por completo en la clase de los adjetivos (alarmante, permanente, etc.), en la de los sustantivos (cantante, estudiante, etc.), en preposiciones (durante, mediante), o en adverbios (bastante, no obstante). De hecho, aquel equivale al llamado hoy participio activo, denominado así porque en latín se forma sobre el tema de presente de los verbos, al que se añaden las desinencias correspondientes a los distintos casos. Por lo tanto su desaparición no ha sido total, a pesar de que la RAE en su web, al igual que tampoco lo hace con los tiempos compuestos (casos del pretérito perfecto, del pluscuamperfecto o del futuro perfecto, tanto en el modo indicativo como en el subjuntivo), del pretérito anterior en el primero de los modos citados, del potencial o condicional perfecto y del infinitivo pretérito) no los incluya actualmente en las conjugaciones, limitándose a decir que estos se forman con el verbo auxiliar haber y el participio pasivo del verbo que se conjuga. De otra parte, si se especifica que el participio es pasado o pasivo (cierto que igualmente se indica simplemente participio), es lógico pensar que se contrapone a otro participio, en este caso el casi desaparecido participio de presente o actual participio activo.

En definitiva, y a lo que iba el comentarista, es que no lleva razón esa supuesta profesora, –no se sabe de qué–, en cuanto a lo que sostiene, en uno de eso vídeos que pululan por las redes sociales, que no es correcto hablar de presidenta cuando se alude a una mujer dirigente –se estaba refiriendo a la conocida ex mandataria argentina o a la actual dignataria de Chile–, ya que se debe decir la presidente, so fútil motivo de que son principios activos como derivados verbales. Es verdad que, como afirma ella, no puede ni debe decirse nunca la atacanta, la estudianta o la cantanta. Pero sepa la susodicha profesora como se ve, los ignorantes tienen cabida en todas partes y no solo entre políticos y comunicadores–, que hay vocablos terminados en nta que están admitidos por la RAE como palabras autónomas, no obstante en su origen procedan del antiguo participio de presente, casos de asistenta, dependienta, gobernanta, pretendienta, sirvienta, tenienta, practicanta (no en el sentido de la persona que practica, sino de la que ejerce aquella profesión relacionada con la medicina); y, por supuesto, ese hipotético palabro que no le gusta nada a ella, cual es el de presidenta. Es más, existen otros términos que igualmente están recogidas en nuestro léxico, aunque no procedan de aquellos añejos participios, sino directamente del latín, –de la misma forma que lo es ente, que tiene su origen en la voz latina ens/entis y uno entiende no es, en contra de la opinión de la profesora, el participio activo del verbo ser, sino del verbo sum–, como son los de clienta, parienta, parturienta, penitenta, regenta o también gerenta (esta última solo empleadas en Argentina, Bolivia, Chile, Ecuador, Honduras, México, Nicaragua, Paraguay, Perú, República Dominicana, Uruguay y Venezuela); o simplemente porque su uso se ha aceptado en femenino, como sucede con el de sargenta, bajo las acepciones de religiosa lega de la Orden de Santiago, la alabarda que llevaba el sargento, la mujer del sargento o la mujer corpulenta, hombruna y de dura condición (las dos últimas en tono coloquial tan solo).

Por cierto, sra. profesora, si bien un servidor está de acuerdo con usted respecto el tema de que no es lingüísticamente correcto usar al alimón el masculino y del femenino cuando se alude en plural a ambos sexos (que no géneros, porque las personas no tenemos género sino sexo, en tanto que las palabras tienen género y no sexo), no comparte su criterio de que en la actualidad lo académico sea decir la abogado o la arquitecto, en vez de la abogada o la arquitecta (lo mismo que en el supuesto de esas otras profesiones ejercidas por féminas de ingenieras, médicas, cirujanas, juezas, odontólogas, etc., que hasta hace poco pertenecían al género común), ya que hoy es válido su empleo tanto en masculino como en femenino, con lo cual se evita de paso con ello cualquier sabor a anacronismo y a posible tufo de concordancia vizcaína.






miércoles, 25 de enero de 2017

HABLANDO DE PENSIONES

Que la Constitución española es la norma superior de nuestro ordenamiento jurídico, y que por ende todos tenemos la obligación de acatarla, nadie que sea una persona medianamente coherente y sensata puede ponerlo en duda; como no admite discusión tampoco que cualquier otra norma del rango que sea, esté quien esté rigiendo los destinos de la nación española en un momento determinado, debe respetar las directrices marcadas en ella y atenerse a los principios rectores proclamados en la misma. Sin embargo, es evidente que en nuestra Ley de leyes se recogen algunos de esos principios –catalogados, incluso, como derechos– que en verdad y en abstracto son tan solo teóricos y una mera declaración de intenciones, cosa por otra parte que no ha sido una novedad a lo largo de la historia. No hace falta más que recordar, por ejemplo, que la Constitución de 1812 –la de Cádiz, conocida popularmente como la Pepa en su art. 6 establecía que una de las obligaciones de los españoles era la de ser justos y benéficos; porque inmediatamente habría que preguntarse cómo podría llevarse a cabo en la práctica tal obligación, que desde luego sonaba a música celestial
 
Viene a cuento el anterior exordio porque en la Constitución actual abiertamente se proclaman ciertos derechos que tenemos en teoría todos los españoles, pero que en modo alguno obviamente hay forma humana de hacerlos realidad; o, al menos, que alguien lo explique, si es capaz de hacerlo. En dicha situación podemos considerar, entre otros, el caso del derecho al trabajo del art. 35.1 o el de disfrutar de una vivienda digna a que alude el art. 47 de la citada Carta Magna. (A tal respecto, por cierto, es curioso comprobar que el derecho al trabajo, que en puridad no se considera como un derecho fundamental en nuestra Norma suprema, sino simplemente como un derecho sin más, se cataloga también como un deber, con lo que uno podría preguntarse igualmente si a cualquier español que no quiera trabajar se le puede obligar a ello). Pero, centrando el presente comentario en el tema de las pensiones, que es a lo que iba un servidor, fijemos nuestra atención en el art. 50, siempre partiendo de la premisa de que ciertamente esa garantía sui generis en él contenida no se incardina en el capítulo dedicado a los derechos y libertades, sino que se encuadra en el epígrafe reservado a los principios rectores de la política social y económica. De todas formas, sea como fuere, lo cierto es que en él se indica, cosa que a la postre viene a ser similar por no decir igual, que los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad.

En cualquier caso, con independencia de que uno no ha estado nunca de acuerdo con el término aludido de la tercera edad –la RAE lo define como período avanzado de la vida de las personas en el que normalmente disminuye la vida laboral activa es difícil asimilar que esa especie de mandato legal se haya tenido en cuenta al menos en los últimos cinco años. Así, en concreto, el 31 de diciembre de 2016 apareció publicado en el B.O.E. el Real Decreto 746/2016, de 30 de diciembre, sobre revalorización y complementos de pensiones de Clases Pasivas y sobre revalorización de las pensiones del sistema de la Seguridad Social y de otras prestaciones sociales públicas para el ejercicio 2017. Y en él se establece que las pensiones abonadas por el sistema de la Seguridad Social, en su modalidad contributiva y no contributiva –incluidas las pensiones mínimas–, así como de Clases Pasivas del Estado, experimentarán en 2017 un incremento del 0,25 por ciento, de conformidad con lo previsto en los artículos 36 y 40.1 de la Ley 48/2015, de 29 de octubre, de Presupuestos Generales del Estado para 2016, y los artículos 58 y 27 de los textos refundidos de las Ley General de la Seguridad Social y de la Ley de Clases Pasivas del Estado, respectivamente, sin perjuicio de las excepciones y especialidades contenidas en otros apartados respecto a las pensiones reconocidas al amparo de la legislación especial de guerra. Y es de significar que hasta el año 2013 el art. 48 de la antigua Ley General de Seguridad Social establecía que las pensiones se revalorizaban al comienzo de cada año de acuerdo con el Indice de Precios al Consumo previsto para dicho año. Sin embargo, en la nueva Ley de Seguridad Social el art. 58 dispone que las pensiones, incluido el importe de la pensión mínima, serán incrementadas al comienzo de cada año en función del índice de revalorización previsto en la correspondiente Ley de Presupuestos Generales del Estado, si bien matizando a continuación que en ningún caso el resultado obtenido podrá dar lugar a un incremento anual de las pensiones inferior al 0,25 por ciento.

Y, claro, examinando en el cuadro que sigue la evolución de las pensiones mínimas y máximas durante los últimos cinco años, ¿se puede decir abiertamente y sin ambages que se ha cumplido el mandato constitucional a que antes se ha hecho referencia?

Pensiones mínimas                       2013            2014             2015          2016           2017

Jubilación 65 años                       631,30         632,85           634,50       636,10       637,70
(sin cónyuge)
Jubilación 65 años                       598,50         600,30           601,90       603,50       605,10
(con cónyuge no a cargo)  
Jubilación 65 años                       778,90         780,90           782,90       784,90       786,90
(con cónyuge a cargo)
Jubilación > 65 años                    590,50         592,00           593,50       595,00        596,50
(sin cónyuge)
Jubilación > 65 años                    558,00         559,35           560,80       562,30        563,80
(con cónyuge no a cargo)
Jubilación > 65 años                    730,00         731,90           733,80       735,70        737,60
(con cónyuge a cargo)

Viudedad 65 años                        730,00         731,90           733,80       735,70        737,60
(con cargas familiares)
Viudedad > 65 años                     631,30          632,85          634,50       636,10         637,70
(con discapacidad)
Viudedad (60 a 64 años)              590,50          592,00          593,50       595,00         596,50
Viudedad > 60 años                     477,90          479,10          480,30       481,60         482,90

Pensiones no contributivas           364,90          365,85          366,90       367,90         368,90


Pensiones máximas                  2.548,12        2.554,49       2.560,88    2.567,30      2.573,70

¡Ah! El salario mínimo interprofesional ha subido este año un 8%, pasando de los 655,20 en que estaba en 2016 a los 707,60 € en 2017.