Dentro del Capítulo
Segundo del Título I, dedicado a los derechos y libertades, el
art. 24.2 de nuestra Constitución establece como fundamental,
entre otras cosas, que todos tienen derecho —es
decir, tenemos todos los españoles—
a no declarar contra sí mismos y
a no confesarse culpables.. ¿Y por qué un servidor saca a
colación esto, que suena a auténtica perogrullada? Pues porque no
deja de sorprenderse cada vez que lee, u oye decir, en los medios
de comunicación que cualquier
imputado en algún delito se ha acogido a su derecho de no declarar.
El
último ejemplo lo tenemos en el caso de los secuaces del
impresentable sindicalista libertario
Diego
Cañamero, quienes
se ocupan
de sacar pecho por ¿defender? algunos supuestos
derechos de los demás —pisoteando
de paso el derecho constitucional de otras personas, cual es
el derecho de propiedad,
que está reconocido
así de forma clara, no lo olvidemos, por el art. 33.1 CE—, pero
que se olvidan de cumplir con los deberes que a ellos, como
al resto de los ciudadanos, también le impone la propia
Constitución en la que dicen ampararse para sus discutibles
reivindicaciones.
Uno piensa que las cosas
deben decirse como son y no de forma sesgada e incompleta, a fin de
no sembrar confusión en la opinión pública; porque no se trata
de hablar de fútbol o de toros, —sobre
los cuales todo el mundo es muy libre de opinar, pues
para ello no se precisa ninguna preparación especial—,
sino de algo mucho más serio que no
debiera exponerse tan a la ligera. Y es que vamos a
ver: una cosa es el derecho a no declarar y
otra muy distinta el derecho a no declarar contra sí
mismo (o no declararse culpable en
definitiva); pero no porque lo diga un servidor, sino porque,
en tanto esta última negativa tiene en efecto un respaldo
constitucional, la primera no lo tiene, hasta el punto de que puede
decirse que es al revés, por ser un deber que ha de
considerarse englobado en la obligación de colaborar con la
justicia, o de prestar la colaboración requerida por jueces y
tribunales a que se refiere el art. 118 de nuestra nuestra Norma
Fundamental.
Bajando al ámbito de lo penal que es el que aquí interesa, el art.
392 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal establece que cuando
el procesado rehúse contestar o se finja loco, sordo
o mudo, el Juez instructor le advertirá que, no
obstante su silencio
y su simulada enfermedad, se continuará
la instrucción del proceso. Y el art. 741 de la misma
Norma señala que el tribunal apreciando, según su conciencia las
pruebas practicadas en el juicio, las razones expuestas por la
acusación y la defensa y lo manifestado por los mismos
procesados, dictará sentencia dentro del término
fijado en esta Ley. No cabe
duda, pues, de que el aforismo qui tacet consetire videtur
puede tener singular relevancia
en contra del presunto delincuente. Así,
siguiendo al TEDH, el Tribunal Supremo ha dicho que dentro
de la legalidad y al amparo de su facultad soberana, puede valorar el
juzgador de instancia el silencio del acusado y consecuentemente el
hecho de que éste no exponga una versión exculpatoria coherente
para excluir la imputación.
Para el Alto Tribunal, no cabe afirmarse que la
decisión de un acusado de permanecer en silencio no puede tener
implicación alguna en la valoración de las pruebas por parte del
Tribunal que lo juzga.
La lícita y necesaria valoración del silencio
del acusado como corroboración de lo que ya está probado es una
situación que reclamará claramente una explicación del acusado en
virtud de las pruebas de cargo aportadas, de modo que el sentido
común dicta que su ausencia equivale a que no hay explicación
posible y a que, en consecuencia, el acusado es culpable.
Y, en otro orden de cosas, el art. 416 de la Ley de Enjuiciamiento
Criminal dispensa de la obligación de declarar
como testigos,
—aparte
del Abogado del procesado respecto a los hechos
que éste le hubiese confiado en su calidad de defensor,
a los eclesiásticos y ministros de los cultos
disidentes sobre los hechos que les fueren revelados en el ejercicio
de las funciones de su ministerio,.o
a los funcionarios públicos cuando no pudieren
declarar sin violar el secreto que por razón de sus cargos
estuviesen obligados a guardar—,
a los parientes del procesado en líneas
directa ascendente y descendente, su cónyuge o persona unida por
relación de hecho análoga a la matrimonial, sus hermanos
consanguíneos o uterinos y los colaterales consanguíneos hasta el
segundo grado civil, —el
caso de los padres y hermanos de José Bretón sí estaría
justificado—,
así como los parientes a que se refiere el
número 3 del artículo 261 (éste
hace alusión a los hijos naturales respecto de la
madre en todo caso, y respecto del padre cuando estuvieren
reconocidos, así como la madre y el padre en iguales casos).
Por
lo tanto, no se sabe muy bien de donde se
inventan los
medios de comunicación eso de acogerse
a su derecho a no declarar.
Seamos
coherentes, señores periodistas o seudoperiodistas.
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