lunes, 16 de julio de 2018

A VUELTAS CON LA MANADA (I)

  Dentro de las normas procesales españolas la más añeja de todas sin duda alguna es curiosamente la del orden penal, pues la todavía llamada, de forma no muy afortunada en opinión del comentarista, Ley de Enjuiciamiento Criminal es decimonónica (y nunca mejor dicho, porque data de finales del siglo XIX, cosa que a estas alturas casi sonroja decirlo), ya que fue aprobada concretamente mediante un Real Decreto de 14 de setiembre de 1882, lo cual ciertamente contrasta con las fechas de las de los demás ordenes jurisdiccionales, por cuanto la del orden civil (denominada también con el mismo nombre genérico que aquella, o sea, de Enjuiciamiento Civil) es del año 2000 (1), la del orden contencioso administrativo (esta llamada de la Jurisdicción) es de 1998 (2) y la del orden social o laboral (también denominada, como la anterior, de la Jurisdicción), que es la más reciente, está vigente desde el año 2011 (3). Pero lo que pretende transmitir un servidor con el presente comentario es que en la primera de las leyes citadas concurre un curioso batiburrillo terminológico para referirse a las personas que podrían haber cometido un delito, entre cuyas denominaciones actualmente se hace referencia, junto a otras, a las de investigados (antes imputados), encausados (hasta hace poco acusados), procesados, condenados y reos. 
 
  En todo caso, para entender el variopinto nomenclátor de los términos antes expresados conviene tener claro que el proceso penal se divide en tres etapas o periodos: 1) la fase de instrucción, cuyo objeto es el de investigar el delito y que se inicia con la presentación de la denuncia o la querella; 2) la fase intermedia, con la que se conoce la fase de preparación del juicio oral, pero que no deja de ser una parte (la final) de la misma instrucción, ya que incluso el auto de apertura de aquel lo dicta el propio juez de instrucción; y 3) el juicio oral, que es el acto del juicio propiamente dicho, en el que se practican las pruebas, las partes presentan sus conclusiones y el procedimiento queda listo para sentencia, desarrollándose ante el tribunal competente para el enjuiciamiento, que normalmente es un órgano distinto al que ha instruido la causa. Es decir, una persona investigada (que hasta la L.O. 13/2015 se denominaba imputada) es aquella contra la que se dirige la instrucción, esto es, alguien contra quien se admite a trámite una denuncia o querella, por lo que también se la suele llamar denunciada o querellada respectivamente; en resumen un individuo (o individua porque, aunque suene un tanto raro, el término está admitido por la RAE) que de momento tan solo es sospechoso (o sospechosa). Como encausado (o encausada) se denomina a esa misma persona desde el momento en que, tras el escrito de acusación (de ahí que hasta la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal operada por la L.O. 13/2015 se le denominara acusado, o en su caso acusada) se le imputa formalmente su participación en un hecho delictivo específico. Por su parte, cuando del escrito de acusación resultare algún indicio racional de criminalidad contra la persona contra la que se dirige el proceso (aún en fase de instrucción, pero siempre que se trate de un procedimiento ordinario, denominado sumario, ya que en el abreviado no existe auto de procesamiento), aquella pasa a conocerse como procesada; o sea, que dentro de la fase de instrucción podemos hablar de investigado o procesado (o investigada o procesada), según nos encontremos en el momento anterior o posterior al auto de procesamiento, en definitiva del auto de apertura del juicio oral. Y un condenado (o condenada) es la persona desde el instante en que se dicta contra ella una sentencia condenatoria, pasándose a denominar reo (o rea, porque también es un vocablo correcto) cuando ya está cumpliendo condena.

  En el Preámbulo de la L.O. 13/2015 (última modificación realizada en la Ley de Enjuiciamiento Criminal) se dice que el 2 de marzo de 2012 el Consejo de Ministros acordó una reforma de la más que centenaria Ley, (para nada se habla y, por ende, ni se vislumbra ni se espera una norma nueva, como ya sería necesario y no solo oportuno o conveniente), actualmente sometida a información pública y debate (todavía, y han pasado ya más de seis años). En suma, que la postrera modificación, como las anteriores que se han ido haciendo a dicha Ley, ha sido una vez más un débil intento de querer ir poniéndole parches para salir del paso; o, dicho de otro modo, un claro ejemplo de lo que no debe ser una reforma que se precie. Porque, en efecto, excepción hecha de los preceptos 118 y 520 (4) con alguno más, el aspecto sin duda a reseñar fue la sustitución de términos que se recoge en su artículo veintiuno y que concretamente son: 1) que en los artículos 120, 309 bis, 760, 771, 775, 779, 797 y 798 el sustantivo imputado se sustituye por investigado, en singular o plural según corresponda; 2) que en los artículos 325, 502, 503, 504, 505, 507, 508, 511, 529, 530, 539, 544 ter, 764, 765, 766 y 773 el sustantivo imputado se sustituye por investigado o encausado, en singular o plural según corresponda; 3) que en el artículo 141 la expresión imputados o procesados se sustituye por investigados o encausados; 4) que en los artículos 762, 780 y 784 el sustantivo imputado se sustituye por encausado, en singular o plural según corresponda; y 5) que en los artículos 503 y 797 el adjetivo imputada se sustituye por investigada. Pues ¡muy bien!


(1) La Ley originaria era de 1881, algunos de cuyos preceptos incomprensiblemente permanecen vigentes. . (2) La Ley anterior era de 1956. . (3) Anteriormente existió un Texto Refundido de 1995. . (4) En ambos se establece el derecho a no declarar, que, en contra lo que suele decirse hasta por juristas de postín, no está recogido

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