domingo, 15 de julio de 2018

REVALORIZACIÓN DE PENSIONES (I)

  El 4 de julio de 2018 apareció publicada en el BOE la Ley 6/2018, de 3 de julio, de Presupuestos Generales del Estado para ese mismo año, que, según su disposición final cuadragésima sexta, debían entrar en vigor al día siguiente de su publicación en dicho diario oficial. Evidentemente uno no va a presumir de haberse leído sus 734 páginas (en las que se incluyen 131 artículos, aparte de 177 disposiciones adicionales, 8 disposiciones transitorias, 4 disposiciones derogatorias y 146 disposiciones finales), porque faltaría a la verdad. Y, claro, duda mucho que hayan hecho lo propio los parlamentarios que con su voto han contribuido a que aquellos salgan adelante (con bastante retraso, como se ve, por motivos políticos de sobra conocidos y que no hacen al caso reseñar ahora), o los que han realizado alguna enmienda total o parcial a los mismos; y, cómo no, duda todavía más de que unos y otros (tanto los primeros como los segundos) se hayan empapado del vasto contenido de lo que han aprobado.

  En todo caso, la intención de un servidor con el presente comentario es la de hacer referencia a la revalorización de las pensiones, por considerar que esta es una cuestión de enorme interés por cuanto lógicamente afecta al bolsillo de un colectivo tan importante como el de los pensionistas, por otra parte quizás el más desfavorecido de la población. Y es que uno tiene la impresión de que en este caso ha habido mucho ruido y pocas nueces.

  Antes, como cuestión previa, el comentarista quiere hacer alusión una vez más al modo de legislar que tenemos en nuestro país, por ser este desde hace mucho tiempo un tanto sui generis y bastante peculiar. En tal sentido uno entiende que no es de recibo, por ejemplo, que las disposiciones adicionales y finales de la citada Ley sumen en número, incluso de forma aislada, más que el cuerpo del propio articulado en sí; o que las últimas se dediquen prácticamente casi todas ellas a modificar otras tantas leyes, algunas incluso de carácter orgánico (como es el caso de la Ley del Poder Judicial), haciendo abstracción de las referidas a las leyes de presupuestos de ejercicios que ya fenecieron, cuales las de los años 2012, 2014 o 2016, que parece tiene poco sentido. Desde luego, un servidor discrepa que el sistema utilizado sea del todo correcto, por ser ciertamente muy discutible desde el punto de vista legal que pueda modificarse una ley orgánica mediante una ley ordinaria, pues la de los Presupuestos Generales del Estado sin duda tiene este postrer carácter; pero no porque lo diga uno, sino porque lo dice la Constitución. No podemos olvidar que para la aprobación, modificación o derogación de las leyes orgánicas se requieren determinados requisitos, no solo respecto a las materias, (entre ellas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de la libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución, una de la cuales precisamente es aquella a la que se ha hecho referencia con anterioridad), sino en cuanto a ciertos aspectos formales sobre la votación, para la que se exige mayoría absoluta sobre el conjunto del proyecto (art. 81 C.E). Pero es que, además, dicho tema es una cuestión sobre la que el Consejo de Estado (supremo órgano consultivo del Gobierno de España, según el art. 107 de la propia Constitución) ya tuvo ocasión de pronunciarse con motivo de la pretendida modificación de la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción del embarazo, que intentó promover el entonces ministro de Justicia Ruiz Gallardón (la conocida como ley del aborto), con cuyo método aquel organismo mostró su desacuerdo recordando que una ley ordinaria no puede modificar una ley orgánica; y, si bien es verdad que el dictamen de la citada Institución no era vinculante, lo normal es que su parecer fuera tenido en consideración, como así fue. Conviene precisar que el Ejecutivo del Partido Popular había planteado prohibir a través de una ley ordinaria el aborto de las menores sin la autorización de sus padres, que, dicho sea de paso, había sido aprobado mediante ley orgánica por el gobierno de Rodríguez Zapatero. Al final dicha modificación se llevó a cabo efectivamente a través de una nueva ley orgánica, concretamente la Ley 11/2015, de 21 de setiembre, denominada para reforzar la protección de las menores y mujeres con capacidad modificada judicialmente en la interrupción voluntaria del embarazo, digna en todo caso de ser destacada, no solo por su curioso y prolijo título, sino por su escuálido contenido. Porque dicha ley, tras una exposición de motivos más o menos extensa, consta únicamente de dos artículos, el primero de los cuales tan solo dice que se suprime el apartado cuatro del artículo 13, que queda sin contenido y que, en síntesis, venía a decir que en el caso de las mujeres de 16 y 17 años, el consentimiento para la interrupción voluntaria del embarazo les corresponde exclusivamente a ellas de acuerdo con el régimen general aplicable a la mujeres mayores de edad, que sin duda ¡manda huevos!, cual diría algún que otro político (1); y el segundo lo que hace es modificar el apartado 5 del art. 9 de la Ley 41/2002 de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, que, más que como título, quedaría casi mejor como argumento para una novela médico-científica. Por cierto, que para terminarlo de arreglar, la disposición final primera (porque tiene otra más dedicada al ámbito territorial de la ley) en el colmo del dislate dice que el artículo segundo tiene carácter de ley ordinaria.

 ¿Se puede, pues, decir algo de peor manera en menos espacio?



(1) Se la oyó decir a Federico Trillo, siendo presidente del Congreso de Diputados, pero su acuñación se atribuye a Fernando Joaquín Fajardo, marqués de Vélez, alter ego del monarca Carlos II el Hechizado.



















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