miércoles, 30 de octubre de 2013

GRAN SALA, ¿O PEQUEÑA?, DEL TEDH DE ESTRASBURGO (IV)

La regla 2ª del art. 70 del Código Penal de 1973 decía que no obstante lo dispuesto en la regla anterior, —la cual hacía referencia a la imposición de penas—, el máximum de cumplimiento de la condena del culpable no podrá exceder del triplo del tiempo por que se le impusiere la más grave de las penas en que haya incurrido, dejando de extinguir las que procedan desde que las ya impuestas cubrieren el máximum de tiempo predicho, que no podrá exceder de treinta años. Y el art. 76.1 del vigente Código Penal de 1995 dice a su vez que el máximo de cumplimiento efectivo de la condena del culpable no podrá exceder del triple del tiempo por el que se le imponga la más grave de las penas en que haya incurrido, declarando extinguidas las que procedan desde que las ya impuestas cubran dicho máximo, que no podrá exceder de 20 años, añadiendo que excepcionalmente este límite máximo será: a) De 25 años, cuando el sujeto haya sido condenado por dos o más delitos y alguno de ellos esté castigado por la ley con pena de prisión de hasta 20 años; b) De 30 años, cuando el sujeto haya sido condenado por dos o más delitos y alguno de ellos esté castigado por la ley con pena de prisión superior a 20 años; c) De 40 años, cuando el sujeto haya sido condenado por dos o más delitos y, al menos, dos de ellos estén castigados por la ley con pena de prisión superior a 20 años; d) De 40 años, cuando el sujeto haya sido condenado por dos o más delitos de terrorismo de la sección segunda del capítulo V del título XXII del libro II de este Código y alguno de ellos esté castigado por la ley con pena de prisión superior a 20 años
Es decir, que puestos en parangón uno con otro los dos preceptos de ambos Códigos, no se ve por ningún lado diferencia sustancial alguna, salvo en el tiempo máximo de cumplimiento de las condenas. Por lo tanto, habrá que ir al art. 100 del Código anterior, —por ser el que hacía alusión a la redención de penas por el trabajo y que, efectivamente, no tiene correlativo en el actual Código—, que a tales efectos hablaba clara y meridianamente de la pena impuesta, nunca del cumplimiento de la pena. Véase, si no, el contenido del texto legal que textualmente decía que podrán redimir su pena con el trabajo, desde que sea firme la sentencia respectiva, los reclusos condenados a penas de reclusión, prisión y arresto mayor, añadiendo que al recluso trabajador se abonará, para el cumplimiento de la pena impuesta, previa aprobación del Juez de vigilancia, un día por cada dos de trabajo, y el tiempo así redimido, se le contará también para la concesión de la libertad condicional; eso sí, especificaba que no podrán redimir pena por el trabajo: 1º) quienes quebranten la condena o intentaren quebrantarla, aunque no lograsen su propósito; y 2º) los que reiteradamente observen mala conducta durante el cumplimiento de la condena. Pero es que, además, no podemos olvidar que existía, y sigue existiendo una Ley Penitenciaria y un Reglamento Penitenciario, que obviamente están vinculados al Código Penal. Y en los artículos 58 a 61 y en el 66 del anterior Reglamento de 1981, relativos a la libertad condicional —hay que tener presente que éste ha sido sustituido por el de 1996, siempre se hablaba de pena impuesta. Y, respecto a los beneficios penitenciarios, el art. 256, que, por cierto, fue derogado por el Código Penal de 1995, establecía que las Juntas de Régimen y Administración de los establecimientos penitenciarios, previo estudio y acuerdo de los equipos de tratamiento, podrán solicitar del juez de vigilancia la concesión de hasta cuatro meses de adelantamiento del periodo o grado de la libertad condicional por cada año de cumplimiento de prisión efectiva, para los penados en quienes concurran, durante dicho tiempo, las circunstancias o requisitos de a) buena conducta; b) desempeño de una actividad laboral normal, bien en el establecimiento o en el exterior, que se pueda considerar útil para su preparación para la vida en libertad; c) participación en las actividades de reeducación y reinserción social organizadas en el establecimiento.

De verdad, ¿alguien se cree que la etarra Inés del Río, como todos sus demás colegas, durante el tiempo de estancia en prisión —ridículo sin duda a tenor de las penas impuestas, observaron buena conducta y demostraron buena disposición para la reeducación y la reinserción social? Desde luego, arrepentimiento seguro que ninguno.
En opinión de un servidor, pues, a los jueces de la Gran Sala del TEDH se les ha escapado una ruidosa y hedionda ventosidad anal, por no decir abiertamente, con perdón, que se han tirado un pedo.

GRAN SALA, ¿O PEQUEÑA?, DEL TEDH DE ESTRASBURGO (III)

Antes de poner colofón al último capítulo de la serie objeto del título no estaría mal hacer una breve referencia a la cuestión de la llamada doctrina Parot, por ser la que ha originado la polémica sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso de la etarra Inés del Río.

Y, ¿qué es eso de la doctrina Parot? Pues debe su nombre a Henri Parot, un miembro de la banda ETA, capturado y encarcelado en 1990 por los diversos atentados y asesinatos que cometió entre 1978 a 1982 y entre 1984 a 1990 —las víctimas mortales ascendieron a 82 nada menos—, quien tuvo que hacer frente a 26 condenas de más de cuatro mil años de prisión. Años después, en el mes de abril de 2005, la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional acordó dividir la acumulación de las penas que se le habían impuesto, en función de sus dos periodos de integración en ETA —de 7 y de 19 años respectivamente—, en 30 años cada uno de máximo cumplimiento de condena.

El susodicho terrorista etarra interpuso ante el Tribunal Supremo un recurso de casación por infracción de ley a fin de que se le acumulasen en una sola las dos condenas mencionadas. Y el Alto Tribunal, mediante sentencia de 28 de febrero de 2006, estimó dicho recurso, si bien decidió motu proprio introducir un cambio sustancial a lo solicitado en el recurso —en el que, insistimos, sólo se había pedido acumular en una sola las veintiséis condenas que tenía en su contra—, estableciendo un nuevo criterio de aplicación de los beneficios penitenciarios, con lo que de esa manera dio génesis a la llamada doctrina Parot, que siete años después de momento uno no está convencido del todo de que lege ferenda vaya a ser así ha puesto fin en Europa la dichosa resolución del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso de la asesina Inés del Río, que a tantos debates y a tantos ríos de tinta está dando lugar. Aquella novedosa sentencia, apartándose de su propia línea jurisprudencial y de la del mismísimo Tribunal Constitucional, determinó que las redenciones de penas por beneficios penitenciarios debían descontarse, como sería lo normal, de cada una de las condenas impuestas y no del tiempo máximo de cumplimiento efectivo que, a juicio del mismo Tribunal, debiera cumplir según el Código Penal de 1973 por el que fue juzgado, con lo cual de ese modo tendría que alargarse la estancia en prisión.
..
El tal Henri Parot interpuso su recurso al amparo de lo dispuesto en los artículos 17.5 º y 988 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que de forma absurda e incomprensible, salvo pequeños y tímidos parches legislativos, data de 1882. El primero de ellos establece que se consideran delitos conexos los que se imputen a una persona, al incoarse contra la misma causa por cualquiera de ellos, si tuvieren analogía o relación entre sí, a juicio del Tribunal, y no hubiesen sido hasta entonces sentenciados; y el párrafo 3º del segundo disponía en su momento —pues fue modificado por la Ley 13/2009, de 3 de noviembre que cuando el culpable de varias infracciones penales haya sido condenado en distintos procesos por hechos que pudieron ser objeto de uno solo, conforme a lo previsto en el artículo 17 de esta Ley, el Juez o Tribunal que hubiera dictado la última sentencia, de oficio, a instancia del Ministerio Fiscal o del condenado, procederá a fijar el límite del cumplimiento de las penas impuestas conforme a la regla segunda del artículo 70 del Código Penal (que obviamente es el de 1973). 

La parte dispositiva de la citada sentencia del Tribunal Supremo decía textualmente que debemos estimar y estimamos el recurso de casación formalizado por Henri Parot, frente al Auto dictado por la Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional el 26 de abril de 2005 y, en consecuencia, acumulamos todas las penas relacionadas en los antecedentes de esta resolución para su cumplimiento sucesivo por el penado, con la limitación de treinta años de prisión, en los términos jurídicos que han quedado razonados. Hay que precisar, a renglón seguido, que estos últimos se sintetizaban yendo quizás más allá de lo solicitado por el recurrente, en el párrafo último de los fundamentos jurídicos al afirmar que teniendo en cuenta que, como surge del escrito del recurso, el ahora recurrente fue puesto en prisión en 1990, deberá cumplir las penas que se le impusieron en los distintos procesos en forma sucesiva, computándosele los beneficios penitenciarios respecto de cada una de ellas individualmente, con un máximo de ejecución de treinta años, que se extenderá hasta el año 2020.

GRAN SALA, ¿O PEQUEÑA?, DEL TEDH DE ESTRASBURSGO (ii)

Que el cumplimiento máximo de la pena de prisión sea igual en abstracto para quien ha sido condenado a cuarenta años de privación de libertad, que para quien lo ha sido a cuatro mil, parece obvio que repugna al propio sentido común y a la misma razón natural, porque casa muy poco con el principio de equidad entendida ésta como dar a cada cual lo que merece, haciendo abstracción del concepto de justicia —constans et perpetua voluntas suum cuique tribuendi que acuñara el jurista romano Domicio Ulpiano—, en tanto en cuanto la idea de lo que cada uno entienda como suyo es totalmente relativa.

La controvertida sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que vino a tumbar, en palabras de los medios de comunicación, la llamada doctrina Parot, se basa en los artículos 5.1 y 7 del Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales. En el primero se dice que toda persona tiene derecho a la libertad y seguridad; así como que nadie puede ser privado de su libertad, salvo en los casos siguientes y con arreglo al procedimiento establecido por la ley, uno de los cuales es el que se determina en el apartado a), es decir, haber sido penado legalmente en virtud de una sentencia dictada por un tribunal competente. Y en el segundo se establece que nadie podrá ser condenado por una acción que, en el momento en que haya sido cometida, no constituya una infracción según el Derecho nacional o internacional; igualmente no podrá ser impuesta una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción haya sido cometida, como asimismo que ello no impedirá el juicio y el castigo de una persona culpable de una acción o de una omisión que, en el momento de su comisión, constituía delito según los principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas.

Pues bien, todo lo anterior se contempla en nuestra Norma Fundamental (art. 9.3, 17.1 y 25 C.E.), pero igualmente estaba reglado de alguna u otra forma en el Código Penal de 1973 —el llamado maliciosamente por algunos código franquista— en los siguientes artículos:

- Art. 23.- No será castigado ningún delito ni falta con pena que no se halle establecida por ley anterior a su perpetración.
- Art. 24 (sensu contrario).- Las leyes penales tiene efecto retroactivo en cuanto favorezcan al reo de un delito o falta, aunque al publicarse aquéllas hubiere recaído sentencia firme y el condenado estuviere cumpliendo la condena.
- Art. 80.- No podrá ejecutarse pena alguna sino en virtud de sentencia firme.
- Art. 81.- Tampoco puede ser ejecutada pena alguna en otra forma que la prescrita por la ley y reglamentos, ni con otras circunstancias o accidentes que los expresados en su texto.

Poner en duda que la etarra Inés del Río no estaba cumpliendo condena en virtud de sentencia firme es negar la realidad de los hechos. Y, claro, que los 17 prestigiosos magistrados de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos —a lo mejor sería bueno catalogarla de Sala superenana—concluyesen por unanimidad que Inés del Río estaba privada de libertad de forma no regular desde hace cinco años con base en que, al aplicársele la doctrina fijada en 2006 por el Tribunal Supremo, la terrorista no podía prever cuando fue condenada que el alto tribunal español cambiaría la forma de computar las redenciones de pena por días de trabajo, roza el colmo de lo abracadabrante y del dislate jurídico, por mucho que tan brillante conclusión haya emanado de quienes se supone tienen la cualificación de eminentes jueces, cosa que forzosamente uno tiene lo siento que poner en duda. Porque, ¡hombre!, basar el razonamiento de una sentencia de tal calibre y consecuencias semejantes en lo que una etarra asesina pudiera prever o no prever, o en lo que debiera creer o no creer, —un profesor que tuvo un servidor en sus años mozos solía decir que don creíque y don penseque son primos hermanos de don tonteque— no deja de ser una argucia jurídica artificiosa y rebuscada, por no tildarla de maliciosa, más bien propia de coeficientes intelectuales de escaso bagaje; un servidor está en condiciones de asegurar que su nieto, de siete años, suele razonar bastante mejor.

GRAN SALA, ¿O PEQUEÑA? DEL TEDH DE ESTRASBURGO (I)

Pues sí, un servidor no está en nada de acuerdo con la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en cuanto a la polémica sentencia que ha propiciado la excarcelación inmediata de la sanguinaria etarra Inés del Río; mucho menos con la Audiencia Nacional, cuya eficacia y eficiencia para llevarla a cabo —podría decirse sin ambages que ha sido sorprendente y hasta sospechosa la celeridad en hacerlo, pues prácticamente ni había dado tiempo a traducir al español el texto que estaba en inglés y francés, contrasta sobremanera con la tradicional lentitud de la Administración de Justicia, sobre la que se podría hablar largo y tendido.

Que la sentencia debe ser acatada, aunque no se comparta, es evidente —uno, desde luego, es de los muchos españoles que se sube al carro (ahora que nos dejado el gran Manolo Escobar) de esta opinión—, porque así se recoge en el Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, habida cuenta de que dicho Convenio fue suscrito por España y oficialmente publicado (BOE 10 de octubre de 1979), por lo que desde entonces forma parte de nuestro ordenamiento interno (art. 96.1 C.E.). Las Altas Partes Contratantes —reza el art. 46 del Convenio— se comprometen a conformarse a las decisiones del Tribunal en los litigios en que sean parte. Lo que en mi modesta opinión ya no está tan claro es que tales decisiones sean vinculantes in the future para nuestro Tribunal Constitucional, en tanto en cuanto éste, que está por encima de todos los demás poderes del Estado legislativo, ejecutivo y judicial—, que es el intérprete supremo de la Constitución, que es único en su orden y con jurisdicción en todo el territorio nacional y que es independiente de los demás órganos constitucionales, está sometido únicamente a la Constitución y a su Ley Orgánica. Por cierto, según he podido leer en los medios de comunicación, uno de los jueces firmantes de la polémica sentencia, el español Luis López Guerra, participó unos días antes en la inauguración del Máster de Estudios Internacionales y de la Unión Europea en la Universidad de Valencia, donde impartió una conferencia bajo el título, sin duda significativo, Protección internacional de derechos humanos y diálogo entre tribunales. Y, preguntado sobre la doctrina Parot y la posibilidad de que el Ejecutivo español se negara a aplicar la sentencia, en caso de ser contraria a la posición del Gobierno, se mostró muy diplomático al afirmar que hasta ahora ningún país de los 47 adheridos al TEDH, ha desobedecido sus resoluciones, añadiendo que pueden tardar más o menos en ejecutarlas, lo que dependerá de su normativa interna y de su sistema procesal, pero siempre han ejecutado nuestras sentencias. En el mismo sentido, puntualizó también López Guerra, no hay ningún cauce de sanción en el caso de que un país se negara a acatar una sentencia, ya que nunca se ha dado el caso, —parece ser, por ejemplo, que con Rumasa no fue así, con lo cual eso no sería del todo cierto—, así como que en casi todos los países europeos existe una normativa que establece las consecuencias procesales de la aplicación de una sentencia del Tribunal de Derechos Humanos y, a veces, -curioso este matiz, ¿no?, por ello lo destaco subrayado y en negritaésta debe ser aplicada por el Poder Ejecutivo.

Yendo al tema de la resolución en sí, hay que significar que las sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos no son ejecutivas, sino simplemente declarativas —no porque lo diga uno, sino porque así lo considera un amplio sector doctrinal—, por lo que no se entiende muy bien ese requerimiento hecho a España para que proceda de inmediato a ejecutar dicha sentencia. Y es que en el fallo —en su doble acepción conceptual de resolución y error— se insta al Estado español a garantizar la libertad de la demandante a la mayor brevedad —pero, ¿quien es el Tribunal para meterse en camisa de once varas?— y a abonarle en el plazo de tres meses la cantidad de treinta mil euros por daños morales —¡toma ya!—, así como otros mil quinientos euros en concepto de costas judiciales. En todo caso, los razonamientos jurídicos esgrimidos ad hoc por el Tribunal son ciertamente muy discutibles, por mucho que hayan emanado de quienes se supone son eminentes juristas, se ignora si procedentes todos de la carrera judicial, pues se sabe que el español Luis López Guerra no lo es y quien —se ha sabido también en el colmo de los colmos ha votado en contra de su país, —que, plagiando al actual Embajador de España en el Reino Unido, manda huevos—, puesto que en el caso concreto se trataba de resolver un recurso interpuesto por el Gobierno español contra una resolución anterior favorable a la etarra asesina Inés del Río.

jueves, 17 de octubre de 2013

TURNO PARA EL COPAGO DE MEDICAMENTOS (IV)

Uno no entiende ni ha entendido nunca la forma sui generis de legislar que tenemos en España. Así, por ejemplo, es difícil comprender que en el año 2000 se promulgara la actual Ley de Enjuiciamiento Civil y se dejaran vigentes determinados preceptos de la Ley de 1881 sí, no es un error, es del todo cierto—, tales como los relacionados con los actos de conciliación sobre todo. O cómo, cuando se publicó en 1994 el Texto Refundido de la Ley General Seguridad Social, se hiciera lo propio con el Texto de 1974, cual es el caso de algunos artículos relativos principalmente a la seguridad e higiene en el trabajo, máxime si sobre este tema en 1995 vio la luz una Ley de Prevención de Riesgos Laborales. No digamos nada eso de modificar en una ley tropecientas normas —hasta leyes orgánicas, a veces— que poco o nada tienen que ver con la que se dicta y que en modo alguno considera uno sea de recibo. A tal efecto, sirva de modelo el Real Decreto-ley 16/2012 que se cita luego (1) Mas esta cuestión excedería muy mucho los límites de este espacio.
La Ley 29/2006, de 26 de julio, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios, en su Disposición Final Quinta relativa al desarrollo normativo precisó que se autoriza al Gobierno en el ámbito de sus respectivas competencias para que apruebe los reglamentos y normas para la aplicación y desarrollo de esta Ley. Hay que significar que con posterioridad —lo cual no es nada baladí— el Real Decreto ley 28/2012, de 30 de noviembre, de medidas de consolidación y garantía del sistema de la Seguridad Social, en su Disposición Final Primera modificó el apartado 1 del art. 94 bis de la Ley 29/2006, —incorporado a su vez a ésta por el Real Decreto ley 16/2012, de 20 de abril, de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones—, al objeto de equiparar las dispensaciones mediante receta médica con la orden de dispensación hospitalaria a efectos de la aportación de los usuarios y sus beneficiarios en la prestación farmacéutica ambulatoria..Pues bien, a la postre ha sido el Director General de Cartera Básica de Servicios del Sistema Nacional de Salud y Farmacia —por titulitis que no quede— quien, mediante resolución de 10 de setiembre de 2013, ha modificado las condiciones de financiación por el Sistema Nacional de Salud de determinados medicamentos —recogidos en el Anexo I de la propia resolución— quedando sometidos a la aportación del usuario. En definitiva, lo que viene a decir tal resolución, aun cuando con una redacción algo farragosa, es que los medicamentos, que sin tener la calificación de uso hospitalario y que estaban exentos de aportación del usuario, se equiparan a las personas que ostenten la condición de asegurado como pensionistas de la Seguridad Social y sus beneficiarios en la prestación farmacéutica ambulatoria. (No viene mal recordar que la aportación reducida de medicamentos es del 10 % P.V.P con un máximo de 4,20 € por envase).
En opinión de un servidor, la disposición a la que aquí se hace referencia sería nula de pleno derecho, según la Ley 30/1992, por haberse dictado por órgano manifiestamente incompetente (art. 62.1.b) o, en todo caso, anulable por haber incurrido en infracción del ordenamiento jurídico (art. 63.1). Pero, claro, resulta que para mayor inri la propia resolución hablaba de que de conformidad con los artículos 114 y 115 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, esta resolución, que no agota la vía administrativa podrá ser recurrida en alzada ante la Secretaría de Sanidad y Consumo del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad en el plazo de un mes desde su publicación en el Boletín Oficial del Estado. Es decir, ello supone, interpretando ad pedem litterae el precepto, que, si antes del 19 de octubre no se recurre por ninguna Comunidad Autónoma —fue publicado en el BOE del 19 de setiembre de 2013, la resolución devendrá firme, con lo cual ahora se entenderá ya mejor aquella frase feliz del Conde Romanones acerca de que lo dejaran hacer los reglamentos, aunque otros hicieran las leyes.
( 1) Leyes modificadas por el Real Decreto-ley 16/2012 (aparte de otras de menor rango):
Ley Orgánica 4/2000, de derechos y libertades de extranjeros en España y su integración social
Ley 16/2003, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud
Ley 44/2003, de ordenación de profesiones sanitarias
Ley 55/2003, del Estatuto Marco del personal estatutario de los servicios de salud
Ley 58/2003, General Tributaria
Ley 29/2006, de garantía y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios












TURNO PARA EL COPAGO DE MEDICAMENTOS (III)

Antes de proseguir con el tema del epígrafe, se hace preciso plantear una cuestión, que no por obvia, parece olvidarse con demasiada frecuencia. Y es que, al igual que es obligado cumplir las sentencias y resoluciones firmes de los jueces y tribunales —lo ordena la Constitución en el art. art. 118—, con las leyes se supone debe suceder lo mismo. Porque ello no es más que el corolario lógico a extraer de modo directo del propio concepto de ley comúnmente aceptado, como de forma indirecta de la previsión contenida en el art. 6 del Código Civil. Así, en cuanto a lo primero, partiendo de la definición de Santo Tomás que uno aprendió en la Facultad de Derecho —es decir, rationis ordinatio ad bonum commune, ab eo qui curam communitatis habet, solemniter promulgata—, por ley hemos de entender toda norma jurídica dictada por el legislador o establecida por la autoridad competente, en que se manda o prohíbe algo, cuyo incumplimiento trae aparejada una sanción; y, respecto a lo segundo, si la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento (art. 6.1 C.c), génesis del brocárdico doctrinal ignorantia legis neminem excusat—, la exclusión voluntaria de la ley aplicable y la renuncia a los derechos en ella reconocidos sólo serán válidas cuando no contraríen el interés o el orden público ni perjudiquen a terceros (art. 6.2 C.c).
A mayor abundamiento, por lo general las leyes las citadas en el comentario anterior así lo hacen suelen incluir una precisión al principio y un requerimiento al final, que son bastante elocuentes y que mutatis mutandis ya se establecen en la propia Constitución. A todos los que la presente vieren y entendieren sabed que las Cortes Generales han aprobado y Yo vengo en sancionar la siguiente ley —ni que decir tiene que el Yo en mayúscula hace referencia al Rey como Jefe del Estado—, y Por lo tanto, mando a todos los españoles, particulares y autoridades, que guarden y hagan guardar esta ley, se advierte en la primera y se ordena en el segundo.
En cualquier caso, ¿tiene algún sentido el prolijo exordio anterior? Sí, porque modernamente se está poniendo de moda por ciertos movimientos sociales, —incitada, incluso, a veces de forma incomprensible por algunos políticos, siempre desde la oposición naturalmente, puesto que cuando están en el poder no sostienen el mismo criterio, la mal llamada desobediencia civil, idea que no es nada novedosa por haber sido acuñada en el año 1848 por el escritor y filósofo estadounidense Henry David Thoreau. Defender que si una ley es injusta es injusto obedecer la ley, es algo que no se puede tolerar en un Estado de Derecho, por mucho que en un momento histórico determinado y en una situación concreta fuera enarbolado por un personaje tan relevante como Mahatma Gandhi. Tal frase, que quizás podría tener cabida en un mundo utópico e ideal, jamás puede serlo en un mundo real y palpable. Para preservar el orden y facilitar la convivencia las leyes deben ser obedecidas, aunque no nos parezcan justas, pues lo justo o lo injusto lo decide cada uno de forma subjetiva; si todos nos saltáramos aquellas leyes que considerásemos injustas, la sociedad caería en un auténtico caos y en una total anarquía. En último extremo, no olvidemos que en nuestro país existe un Tribunal el Constitucional, que está por encima de los tres poderes del Estado; que tiene jurisdicción en todo el territorio español, Cataluña incluida; que es competente para conocer, junto al recurso de amparo, del recurso de inconstitucionalidad contra las leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley; y que sus sentencias tienen el valor de cosa juzgada y surten efectos frente a todos (artículos 161, 162 y 164 C.E).
Volviendo al tema concreto que da título al comentario de la presente serie, no hace falta recordar cuanto hablaba un servidor en el primer capítulo de la misma respecto a lo que dijera D. Álvaro de Figueroa sobre las leyes y los reglamentos. Y es que suele ser habitual que entre las disposiciones finales de una ley se incluya la habilitación al Gobierno o al Ministerio de turno para dictar cuantas disposiciones sean necesarias para la aplicación y/o desarrollo de la norma que se promulga. Mas en definitiva, ¿se ha atenido en esta ocasión el desarrollo reglamentario del copago farmacéutico a la delegación legislativa concedida ad hoc en sentido técnico preciso, es decir, ad quod y pro quo? ¡Ay, cuánta razón tenía el Conde Romanones!.
Lo veremos.


domingo, 13 de octubre de 2013

TURNO PARA EL COPAGO DE MEDICAMENTOS (II)

Nuestra Constitución dice en su art. 43.2 que se reconoce el derecho a la protección de la salud, derecho que enmarca en el Capítulo Tercero del Título I dedicado a los principios rectores de la política social y económica, no en la Sección 1ª del Capítulo Segundo del mismo Título, que, bajo el epígrafe Derechos y libertades, destina a los derechos fundamentales y libertades públicas (casos del derecho a la vida, de la libertad de expresión o de reunión y de asociación, entre otros); pero, es más, ni siquiera lo ubica dentro de la Sección 2ª del citado Capítulo Segundo destinado a los derechos y deberes de los ciudadanos, donde se contemplan el derecho a la propiedad privada, el derecho al trabajo o al de contraer matrimonio, por ejemplo.

De tan sencillo y elemental planteamiento se colige que la protección de la salud puede ser en efecto regulada a través del decreto-ley —a la inversa no podrían serlo ninguno de los otros derechos reseñados y, obviamente, algunos más que seria prolijo enumerar—, pues el art. 86.1 de nuestra Norma Fundamental establece que no podrán afectar, al margen de otros supuestos, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I. Eso sí, siempre ha de darse la situación de extraordinaria y urgente necesidad, algo que no en todas las eventualidades se cumple lamentablemente. A título de curiosidad, ¿se puede hablar de urgente y extraordinaria necesidad dictar una norma un 20 de mayo de 2010 con el fin de congelar las pensiones para el año 2011 —en concreto uno hace alusión al Real Decreto Ley 8/2010—, si éstas habían de hacerse efectivas a partir de primeros del año siguiente? (1) ¿No está previsto en nuestra Constitución la tramitación de proyectos de ley por el procedimiento de urgencia?

Yendo en sí al hecho que nos ocupa, la protección de la salud es un derecho del que uno se atreve a decir, al igual que el derecho a la educación, que su regulación se ha ido haciendo dando palos de ciego; dicho de otro modo, da la impresión de que el criterio del gobierno de turno en el poder es que ni tiene ni ha tenido ningún criterio. En tal sentido, quizás tenga algo de premonición el párrafo inicial de la Exposición de Motivos de la Ley General de Sanidad de 1986 al decir que de todos los empeños que se han esforzado en cumplir los poderes públicos desde la emergencia misma de la Administración contemporánea, tal vez no haya ninguno tan reiteradamente ensayado ni con tanta contumacia frustrado como el de la reforma de la Sanidad. Veamos, si no.

Así, haciendo abstracción de las normas anteriores a la Constitución —que haberlas haylas, por supuesto— y de la Ley General de Seguridad Social —que asimismo toca, aun cuando ciertamente de pasada, el tema de la asistencia sanitaria—, el 29 de abril de 1986 vio la luz la aludida Ley General de Sanidad (Ley 14/1986), complementada casi dieciocho meses después con la Ley del Medicamento (Ley 25/1990,) ambas promulgadas bajo el mandato de Felipe González, si bien la última mencionada ya perdió su vigencia al haber sido derogada por la Ley 29/2006, gobernando Rodríguez Zapatero. Antes de ésta última había aparecido la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud. Y, más recientemente, fue sancionada la Ley General de Salud Pública (Ley 33/2011, de 4 de octubre), dictada como norma básica, al igual que la primera, al amparo de lo dispuesto en el art. 149.1.16 de la Constitución. En todo caso, con independencia de que no se entienda del todo esa distinción legislativa entre sanidad y salud pública, hay que significar que la Ley 14/1986 no ha sido derogada expresamente, aunque sí lo fueran sus artículos 43 y 47 por la Ley 16/2003, al igual que sus artículos 19.1, 21 y 22 lo hayan sido por la Ley 33/2011, que igualmente abolió el art. 66 de la propia Ley 16/2003 y modificó asimismo varios preceptos de ambas dos normas (artículos 25.1 y 27 de la primera y artículos 2.c, 2.d, 11.2, 26.1 y D.A. 4ª de la segunda).

¿Alguien capisca este batiburrillo? Pues otro día más.

(1) Sin querer alardear de nada, en estos momentos un servidor tiene pendiente en un juzgado de lo social una demanda por dicho tema, cuyo juicio está previsto para el 27 de enero de 2014, debiendo precisar que la demanda se interpuso el 21 de mayo de 2012, con lo cual el derecho a la tutela judicial efectiva, —que también es un derecho fundamental, según el art. 24.1 C.E.— no cabe duda que deja mucho que desear).

miércoles, 9 de octubre de 2013

TURNO PARA EL COPAGO DE MEDICAMENTOS (I)

Si un servidor alude a D. Álvaro de Figueroa y Torres, puede que a muchos no les suene para nada ese nombre, salvo quizás a los amantes de la Historia de España; pero, si hace referencia al Conde de Romanones, probablemente será otra historia. Porque dicho personaje, que formó parte del Partido Liberal de Sagasta y Canalejas,. fue un importante político español de la primera mitad del ya casi lejano siglo XX; no en balde, aparte de ser alcalde de Madrid, ocupó el cargo de presidente del Senado y del Congreso de los Diputados, de ministro en varias ocasiones con diferentes carteras y hasta dos veces presidente del Consejo de Ministros bajo el reinado de Alfonso XIII.

Y por qué, se preguntará más de uno, —o más de una, mire usted—, traer a colación a este insigne y destacado político español. Pues porque a él se le atribuyen algunas célebres frases, lapidarias habría que añadir, dignas de ser esculpidas con moldes de oro, ahora que de nuestros gobernantes no se puede decir precisamente que descuellen en el arte de Demóstenes o Cicerón. De ellas quisiera destacar, por ser la que me ha dado pie para pergeñar el presente comentario, aquella de Ustedes hagan la ley, que yo haré el reglamento. Por cierto, habrán de convenir conmigo en que esta otra —si no existieran hijos, yernos, hermanos y cuñados, cuántos disgustos se ahorrarían los jefes de Gobierno, tiene algo de desperdicio por estar plenamente vigente y de total actualidad en nuestros días, por aquello del amiguismo y enchufismo, que son como el rayo que no cesa. 
 
Que la potestad reglamentaria tiene respaldo constitucional en nuestra Norma Fundamental es algo que no admite dudas (art. 97 C.E); cuestión distinta es el uso que se hace de ella para modificar de manera solapada el alcance y el contenido de una ley, recurso al que lamentablemente se acude con demasiada frecuencia. Porque, vamos a ver, ¿qué es un reglamento? Pues simplemente, —y sin ánimo de sentar cátedra y de querer dar aquí una clase de Derecho Administrativo, donde aquel tiene su encaje—, no es más que un acto normativo dictado por la Administración en virtud de su competencia propia, sin que a tales efectos tenga relevancia alguna la forma con que se le designe, casos del decreto, la orden ministerial, la ordenanza, la carta, el bando, etc., haciendo abstracción del decreto ley o del decreto legislativo —incluso, del texto refundido como figura afín—, pues en estas situaciones el Poder ejecutivo actúa en sustitución del Poder legislativo.

Es evidente que cualquier ley que se precie suele incluir, normalmente entre sus disposiciones finales, una dedicada a la habilitación concedida al Gobierno o al Ministerio de turno que corresponda para desarrollar y aplicar la propia ley que se promulga. Así, por ejemplo, la Ley 29/2006, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios —que es la que ahora viene a cuento—, dice en su disposición final quinta que se autoriza al Gobierno, en el ámbito de sus competencias, para que apruebe los reglamentos y normas para la aplicación y desarrollo de esta Ley. Pero, es más, en esta ocasión el art. 94 de la propia Norma ya dice que de acuerdo con la Ley General de Sanidad, mediante real decreto, previo informe del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, el Gobierno podrá regular periódicamente, cuando se financie con cargo a los fondos previstos en el apartado 1 del artículo 89, los supuestos en que la administración de medicamentos y productos sanitarios será gratuita, así como la participación en el pago a satisfacer por los enfermos por los medicamentos y productos sanitarios que les proporcione el Sistema Nacional de Salud.

Por cierto, el Capítulo V del Título VI de la Ley, —el cual consta en realidad de un solo artículo, en concreto el núm. 87, está dedicado a hablar de la trazabilidad de los medicamentos, Y, claro, como si uno no lo dice revienta, a un servidor le agradaría saber qué es lo que se quiso decir entonces porque, al margen de que en el referido articulo no se hace mención a la palabreja, .el tal palabro que sí es verdad que figura en el avance de la vigésimo tercera edición— no estaba recogido a la sazón en el Diccionario de la RAE, Sirva ello como dato para avalar la tesis de un servidor del uso indebido que se hace del lenguaje por parte de nuestros políticos, muy lejos de la altura de D. Manuel Azaña, D. Emilio Castelar o D. Antonio Cánovas del Castillo, por citar algunos ejemplos.