jueves, 17 de octubre de 2013

TURNO PARA EL COPAGO DE MEDICAMENTOS (III)

Antes de proseguir con el tema del epígrafe, se hace preciso plantear una cuestión, que no por obvia, parece olvidarse con demasiada frecuencia. Y es que, al igual que es obligado cumplir las sentencias y resoluciones firmes de los jueces y tribunales —lo ordena la Constitución en el art. art. 118—, con las leyes se supone debe suceder lo mismo. Porque ello no es más que el corolario lógico a extraer de modo directo del propio concepto de ley comúnmente aceptado, como de forma indirecta de la previsión contenida en el art. 6 del Código Civil. Así, en cuanto a lo primero, partiendo de la definición de Santo Tomás que uno aprendió en la Facultad de Derecho —es decir, rationis ordinatio ad bonum commune, ab eo qui curam communitatis habet, solemniter promulgata—, por ley hemos de entender toda norma jurídica dictada por el legislador o establecida por la autoridad competente, en que se manda o prohíbe algo, cuyo incumplimiento trae aparejada una sanción; y, respecto a lo segundo, si la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento (art. 6.1 C.c), génesis del brocárdico doctrinal ignorantia legis neminem excusat—, la exclusión voluntaria de la ley aplicable y la renuncia a los derechos en ella reconocidos sólo serán válidas cuando no contraríen el interés o el orden público ni perjudiquen a terceros (art. 6.2 C.c).
A mayor abundamiento, por lo general las leyes las citadas en el comentario anterior así lo hacen suelen incluir una precisión al principio y un requerimiento al final, que son bastante elocuentes y que mutatis mutandis ya se establecen en la propia Constitución. A todos los que la presente vieren y entendieren sabed que las Cortes Generales han aprobado y Yo vengo en sancionar la siguiente ley —ni que decir tiene que el Yo en mayúscula hace referencia al Rey como Jefe del Estado—, y Por lo tanto, mando a todos los españoles, particulares y autoridades, que guarden y hagan guardar esta ley, se advierte en la primera y se ordena en el segundo.
En cualquier caso, ¿tiene algún sentido el prolijo exordio anterior? Sí, porque modernamente se está poniendo de moda por ciertos movimientos sociales, —incitada, incluso, a veces de forma incomprensible por algunos políticos, siempre desde la oposición naturalmente, puesto que cuando están en el poder no sostienen el mismo criterio, la mal llamada desobediencia civil, idea que no es nada novedosa por haber sido acuñada en el año 1848 por el escritor y filósofo estadounidense Henry David Thoreau. Defender que si una ley es injusta es injusto obedecer la ley, es algo que no se puede tolerar en un Estado de Derecho, por mucho que en un momento histórico determinado y en una situación concreta fuera enarbolado por un personaje tan relevante como Mahatma Gandhi. Tal frase, que quizás podría tener cabida en un mundo utópico e ideal, jamás puede serlo en un mundo real y palpable. Para preservar el orden y facilitar la convivencia las leyes deben ser obedecidas, aunque no nos parezcan justas, pues lo justo o lo injusto lo decide cada uno de forma subjetiva; si todos nos saltáramos aquellas leyes que considerásemos injustas, la sociedad caería en un auténtico caos y en una total anarquía. En último extremo, no olvidemos que en nuestro país existe un Tribunal el Constitucional, que está por encima de los tres poderes del Estado; que tiene jurisdicción en todo el territorio español, Cataluña incluida; que es competente para conocer, junto al recurso de amparo, del recurso de inconstitucionalidad contra las leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley; y que sus sentencias tienen el valor de cosa juzgada y surten efectos frente a todos (artículos 161, 162 y 164 C.E).
Volviendo al tema concreto que da título al comentario de la presente serie, no hace falta recordar cuanto hablaba un servidor en el primer capítulo de la misma respecto a lo que dijera D. Álvaro de Figueroa sobre las leyes y los reglamentos. Y es que suele ser habitual que entre las disposiciones finales de una ley se incluya la habilitación al Gobierno o al Ministerio de turno para dictar cuantas disposiciones sean necesarias para la aplicación y/o desarrollo de la norma que se promulga. Mas en definitiva, ¿se ha atenido en esta ocasión el desarrollo reglamentario del copago farmacéutico a la delegación legislativa concedida ad hoc en sentido técnico preciso, es decir, ad quod y pro quo? ¡Ay, cuánta razón tenía el Conde Romanones!.
Lo veremos.


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