Antes de proseguir con el tema del epígrafe, se hace preciso
plantear una cuestión, que no por obvia, parece olvidarse con
demasiada frecuencia. Y es que, al igual que es obligado cumplir
las sentencias y resoluciones firmes de los jueces y tribunales
—lo ordena la Constitución en
el art. art. 118—,
con las leyes se supone debe suceder lo mismo. Porque ello no es
más que el corolario lógico a extraer de modo directo del propio
concepto de ley comúnmente aceptado, como de
forma indirecta de la previsión contenida en el art. 6 del
Código Civil. Así, en cuanto a lo primero, partiendo de la
definición de Santo Tomás que
uno aprendió en la Facultad de Derecho —es decir, rationis
ordinatio ad bonum commune, ab eo qui curam communitatis habet,
solemniter promulgata—,
por ley hemos de entender toda
norma
jurídica dictada por el legislador
o establecida por la autoridad competente, en que se manda o prohíbe
algo, cuyo incumplimiento trae aparejada una sanción;
y, respecto a lo segundo, si la ignorancia de las leyes no
excusa de su cumplimiento (art. 6.1 C.c), —génesis
del brocárdico doctrinal ignorantia legis neminem
excusat—, la
exclusión voluntaria de la ley aplicable y la renuncia a los
derechos en ella reconocidos sólo serán válidas cuando no
contraríen el interés o el orden público ni perjudiquen a terceros
(art. 6.2 C.c).
A mayor abundamiento, por lo general las leyes —las
citadas en el comentario anterior así lo hacen—
suelen incluir una precisión al principio y un
requerimiento al final, que son bastante elocuentes y que
mutatis mutandis ya se establecen en la propia Constitución.
A todos los que
la presente vieren y entendieren sabed que las Cortes Generales han
aprobado y Yo vengo en sancionar la siguiente ley —ni
que decir tiene que el Yo
en mayúscula hace referencia al Rey como Jefe del Estado—, y Por
lo tanto, mando a todos los españoles, particulares y autoridades,
que guarden y hagan guardar esta ley, se
advierte en la primera y se ordena en el segundo.
En cualquier caso, ¿tiene algún sentido el prolijo exordio
anterior? Sí, porque modernamente se está poniendo de moda por
ciertos movimientos sociales, —incitada,
incluso, a veces de forma incomprensible por algunos políticos,
siempre desde la oposición naturalmente, puesto que cuando
están en el poder no sostienen el mismo criterio—,
la mal llamada desobediencia civil, idea que no es nada
novedosa por haber sido acuñada en el año 1848 por el
escritor y filósofo estadounidense Henry David Thoreau. Defender
que si una ley es injusta es injusto obedecer la ley, es algo
que no se puede tolerar en un Estado de Derecho, por mucho que en un
momento histórico determinado y en una situación concreta fuera
enarbolado por un personaje tan relevante como Mahatma Gandhi.
Tal frase, que quizás podría tener cabida en un mundo utópico e
ideal, jamás puede serlo en un mundo real y palpable. Para
preservar el orden y facilitar la convivencia las leyes deben ser
obedecidas, aunque no nos parezcan justas, pues lo justo o lo
injusto lo decide cada uno de forma subjetiva; si todos nos
saltáramos aquellas leyes que considerásemos injustas, la sociedad
caería en un auténtico caos y en una total anarquía. En último
extremo, no olvidemos que en nuestro país existe un Tribunal —el
Constitucional—, que
está por encima de los tres poderes del Estado; que tiene
jurisdicción en todo el territorio español, Cataluña incluida; que
es competente para conocer, junto al recurso de amparo, del recurso
de inconstitucionalidad contra las leyes y disposiciones normativas
con fuerza de ley; y que sus sentencias tienen el valor de cosa
juzgada y surten efectos frente a todos (artículos 161, 162 y 164
C.E).
Volviendo al tema concreto que da título al comentario de la
presente serie, no hace
falta recordar cuanto hablaba un servidor en el primer
capítulo de la misma respecto a lo que dijera D. Álvaro de
Figueroa sobre las leyes y los reglamentos. Y es
que suele ser habitual que entre las disposiciones finales de
una ley se incluya la habilitación al Gobierno o al Ministerio
de turno para dictar cuantas disposiciones sean necesarias para la
aplicación y/o desarrollo de la norma que se promulga. Mas en
definitiva, ¿se ha atenido en esta ocasión el desarrollo
reglamentario del copago farmacéutico a la delegación
legislativa concedida ad hoc en sentido técnico preciso,
es decir, ad quod y pro quo? ¡Ay, cuánta razón tenía
el Conde Romanones!.
Lo veremos.
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