Si un servidor alude a
D. Álvaro de Figueroa y Torres, puede que a muchos no les suene para
nada ese nombre, salvo quizás a los amantes de la Historia de
España; pero, si hace referencia al Conde de Romanones,
probablemente será otra historia. Porque dicho personaje, que formó
parte del Partido Liberal de Sagasta y Canalejas,. fue un importante
político español de la primera mitad del ya casi lejano siglo XX;
no en balde, aparte de ser alcalde de Madrid, ocupó el cargo de
presidente del Senado y del Congreso de los Diputados, de ministro en
varias ocasiones con diferentes carteras y hasta dos veces
presidente del Consejo de Ministros bajo el reinado de Alfonso XIII.
Y por qué, se
preguntará más de uno, —o más
de una, mire usted—, traer a colación a este insigne y
destacado político español. Pues porque a él se le atribuyen
algunas célebres frases, —lapidarias
habría que añadir—,
dignas de ser esculpidas con moldes de oro, ahora que de nuestros
gobernantes no se puede decir precisamente que descuellen en el arte
de Demóstenes o Cicerón. De ellas quisiera destacar, por ser la
que me ha dado pie para pergeñar el presente comentario, aquella de
Ustedes hagan la ley, que yo haré el
reglamento. Por
cierto, habrán de convenir conmigo en que esta otra —si
no existieran hijos, yernos, hermanos y cuñados, cuántos disgustos
se ahorrarían los jefes de Gobierno—,
tiene algo de desperdicio por estar plenamente vigente y de total
actualidad en nuestros días, por aquello del amiguismo
y enchufismo, que
son como el
rayo que
no
cesa.
Que
la potestad reglamentaria tiene respaldo constitucional en nuestra
Norma Fundamental es algo que no admite dudas (art. 97 C.E); cuestión
distinta es el uso que se hace de ella para modificar de manera
solapada el alcance y el contenido de una ley, recurso al que
lamentablemente se acude con demasiada frecuencia. Porque, vamos a
ver, ¿qué es un reglamento? Pues simplemente, —y sin ánimo de
sentar cátedra y de querer dar aquí una clase de Derecho
Administrativo, donde aquel tiene su encaje—, no es más que un
acto normativo dictado por la Administración en virtud de su
competencia propia, sin que a tales efectos tenga relevancia alguna
la forma con que se le designe, casos del decreto, la orden
ministerial, la ordenanza, la carta, el bando, etc., haciendo
abstracción del decreto ley o del decreto legislativo —incluso,
del texto refundido como figura afín—, pues en estas situaciones
el Poder ejecutivo actúa en sustitución del Poder legislativo.
Es evidente que cualquier
ley que se precie suele incluir, normalmente entre sus
disposiciones finales, una dedicada a la habilitación concedida al
Gobierno o al Ministerio de turno que corresponda para desarrollar y
aplicar la propia ley que se promulga. Así, por ejemplo, la Ley
29/2006, de garantías y uso racional de los medicamentos y
productos sanitarios —que
es la que ahora viene a cuento—, dice en su disposición
final quinta que se autoriza al Gobierno, en el ámbito de sus
competencias, para que apruebe los reglamentos y normas para la
aplicación y desarrollo de esta Ley. Pero, es más, en esta
ocasión el art. 94 de la propia Norma ya dice que de acuerdo con
la Ley General de Sanidad, mediante real decreto, previo informe del
Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, el Gobierno
podrá regular periódicamente, cuando se financie con cargo a los
fondos previstos en el apartado 1 del artículo 89, los supuestos en
que la administración de medicamentos y productos sanitarios será
gratuita, así como la participación en el pago a satisfacer por los
enfermos por los medicamentos y productos sanitarios que les
proporcione el Sistema Nacional de Salud.
Por
cierto, el Capítulo V del Título VI de la Ley, —el
cual consta en
realidad de un solo artículo, en concreto el núm. 87—,
está dedicado a hablar de la trazabilidad de los
medicamentos, Y, claro, como si
uno no lo dice revienta, a un servidor le agradaría saber qué es lo
que se quiso decir entonces porque, al margen de que en el referido
articulo no se hace mención a la palabreja, .el tal palabro —que
sí es verdad que figura en el avance de la vigésimo tercera
edición—
no estaba recogido a
la sazón en el Diccionario de la RAE, Sirva ello como dato para
avalar la tesis de un servidor del uso indebido que se hace del
lenguaje por parte de nuestros políticos, muy lejos de la altura de
D. Manuel Azaña, D. Emilio Castelar o D. Antonio Cánovas del
Castillo, por citar algunos ejemplos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario