miércoles, 9 de octubre de 2013

TURNO PARA EL COPAGO DE MEDICAMENTOS (I)

Si un servidor alude a D. Álvaro de Figueroa y Torres, puede que a muchos no les suene para nada ese nombre, salvo quizás a los amantes de la Historia de España; pero, si hace referencia al Conde de Romanones, probablemente será otra historia. Porque dicho personaje, que formó parte del Partido Liberal de Sagasta y Canalejas,. fue un importante político español de la primera mitad del ya casi lejano siglo XX; no en balde, aparte de ser alcalde de Madrid, ocupó el cargo de presidente del Senado y del Congreso de los Diputados, de ministro en varias ocasiones con diferentes carteras y hasta dos veces presidente del Consejo de Ministros bajo el reinado de Alfonso XIII.

Y por qué, se preguntará más de uno, —o más de una, mire usted—, traer a colación a este insigne y destacado político español. Pues porque a él se le atribuyen algunas célebres frases, lapidarias habría que añadir, dignas de ser esculpidas con moldes de oro, ahora que de nuestros gobernantes no se puede decir precisamente que descuellen en el arte de Demóstenes o Cicerón. De ellas quisiera destacar, por ser la que me ha dado pie para pergeñar el presente comentario, aquella de Ustedes hagan la ley, que yo haré el reglamento. Por cierto, habrán de convenir conmigo en que esta otra —si no existieran hijos, yernos, hermanos y cuñados, cuántos disgustos se ahorrarían los jefes de Gobierno, tiene algo de desperdicio por estar plenamente vigente y de total actualidad en nuestros días, por aquello del amiguismo y enchufismo, que son como el rayo que no cesa. 
 
Que la potestad reglamentaria tiene respaldo constitucional en nuestra Norma Fundamental es algo que no admite dudas (art. 97 C.E); cuestión distinta es el uso que se hace de ella para modificar de manera solapada el alcance y el contenido de una ley, recurso al que lamentablemente se acude con demasiada frecuencia. Porque, vamos a ver, ¿qué es un reglamento? Pues simplemente, —y sin ánimo de sentar cátedra y de querer dar aquí una clase de Derecho Administrativo, donde aquel tiene su encaje—, no es más que un acto normativo dictado por la Administración en virtud de su competencia propia, sin que a tales efectos tenga relevancia alguna la forma con que se le designe, casos del decreto, la orden ministerial, la ordenanza, la carta, el bando, etc., haciendo abstracción del decreto ley o del decreto legislativo —incluso, del texto refundido como figura afín—, pues en estas situaciones el Poder ejecutivo actúa en sustitución del Poder legislativo.

Es evidente que cualquier ley que se precie suele incluir, normalmente entre sus disposiciones finales, una dedicada a la habilitación concedida al Gobierno o al Ministerio de turno que corresponda para desarrollar y aplicar la propia ley que se promulga. Así, por ejemplo, la Ley 29/2006, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios —que es la que ahora viene a cuento—, dice en su disposición final quinta que se autoriza al Gobierno, en el ámbito de sus competencias, para que apruebe los reglamentos y normas para la aplicación y desarrollo de esta Ley. Pero, es más, en esta ocasión el art. 94 de la propia Norma ya dice que de acuerdo con la Ley General de Sanidad, mediante real decreto, previo informe del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, el Gobierno podrá regular periódicamente, cuando se financie con cargo a los fondos previstos en el apartado 1 del artículo 89, los supuestos en que la administración de medicamentos y productos sanitarios será gratuita, así como la participación en el pago a satisfacer por los enfermos por los medicamentos y productos sanitarios que les proporcione el Sistema Nacional de Salud.

Por cierto, el Capítulo V del Título VI de la Ley, —el cual consta en realidad de un solo artículo, en concreto el núm. 87, está dedicado a hablar de la trazabilidad de los medicamentos, Y, claro, como si uno no lo dice revienta, a un servidor le agradaría saber qué es lo que se quiso decir entonces porque, al margen de que en el referido articulo no se hace mención a la palabreja, .el tal palabro que sí es verdad que figura en el avance de la vigésimo tercera edición— no estaba recogido a la sazón en el Diccionario de la RAE, Sirva ello como dato para avalar la tesis de un servidor del uso indebido que se hace del lenguaje por parte de nuestros políticos, muy lejos de la altura de D. Manuel Azaña, D. Emilio Castelar o D. Antonio Cánovas del Castillo, por citar algunos ejemplos.

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